viernes, 15 de marzo de 2019

El Bachero

Es un mediodía caluroso en Chacabuco.
   Jorge Suárez amontona troncos y palitos, alrededor de una
botella cubierta de papel de diario. Después retira la de litro y un
hueco cilíndrico se forma para airear el fuego del asado. La parrilla
es chica y no está del todo limpia. Va poniendo las saladas
costillas y lo enjuto de la mirada, le reconcentra los párpados en el
ardor del humo. Suena el timbre con un sordo estampido y leves
chispas brotan desde la fogata contra la claridad del día. Conduce
al vecino por una puerta lateral, hasta el abarrotado y pequeño
patio trasero. Todos aquí parecemos conocernos, piensa Roberto
Pérez, pero lo cierto es que cada cual vive metido en las propias
cosas. Es un modo de vida al que está acostumbrado y no le
disgusta. Así ha sido desde siempre y así es como funciona.
Acaso esa ilusión de independencia lo tranquiliza y le deja un
sabor de normalidad. Trabaja como lavacopas en un restaurante y
lleva una vida bastante precaria y solitaria. Por eso es que esta
invitación, hecha casi como de casualidad y al pasar, lo sorprende
un poco y le presta un dejo de curiosidad. Los vecinos son una
familia numerosa y aunque no ha visto más que recato y
cotidianos movimientos surgir desde la casa, percibe en el otro un
cierto halo de misterio que lo envuelve como una niebla fina. Hay
noches en las que se oye música hasta altas horas de la madrugada
pero no existe en eso nada desusado ni fuera de lo corriente. Los
sonidos brotan desde el interior del hogar aledaño casi como
aislando al grupo de personas en un cono de estridencia  sin
alegría ni contento. En noches así, una especie de furia sin límites
ni contornos se expande en turbios ecos que traen y llevan un aire
denso y apretado.
   Este barrio argentino donde las culturas se entrecruzan, deja
espacios para matices y voces provenientes de otras provincias o
de otras tierras. Suárez tiene, al parecer, dos hermanos casi de su
misma edad y conviven con ellos algunas mujeres a las que se las
ve muy poco. Minas de su casa, poco gustosas de salir, piensa
Roberto. Quizás algo no demasiado distinto a todo el resto de la
población de esta ciudad.
   -Acá el que no duerme salió- dice el anfitrión, con una
voz ronca y cortante.
   Aunque está alto allá en el cielo, el sol parece más cercano
con una especie de carácter estático que inunda holgadamente el
sopor del barrio.
-Está bien fría- dice Suárez, ofreciéndole un vaso de cerveza.
   Mientras el humo asciende crepitante y ondulado desde la
parrilla, Roberto se sienta y bebe en sorbos lentos y medidos. El
costillar va dorándose con leves saltitos acaso indiferentes y
todo alrededor el césped no recibe ninguna brisa suave que
atempere el tórrido clima.
-Mi nieta está enferma- soslaya el correntino, sin que Pérez le
pregunte nada. Lo mismo que casi todo el vecindario, lo ha visto
más de una vez con la niña en el supermercado. 
-¿Algo grave?- le pregunta, esgrimiendo un gesto de sorpresa.
-No qué va, un poco de fiebre nomás- contesta Suárez y
automáticamente le da la espalda para controlar la cocción del
asado.
-Si molesto…- dice ahora Roberto pero el asador no lo deja
continuar.
-No vecino. Está en cama. No te va a contagiar, no te
preocupés- le suelta y una breve risita se oye entre el
chisporrotear de las costillas.
   Sin embargo Pérez apenas sonríe y aunque en ese momento no
 piensa en el hecho extraño de la fiebre durante el verano, tiene
un oscuro escozor que le recorre el cuerpo. El otro gira hacia él
y de pie, fugazmente, lo mira. Con la parrilla dándole casi a la
altura de la cintura y un atizador de fierro entre las manos, se
desprende de la voluminosa mole de su estatura una
indeterminada sensación de crueldad. Ahora el invitado se cruza
de piernas y sin evitar la fugacidad de la mirada, toma un trago
y apoyando el codo sobre la mesa de plástico se sujeta el
mentón con la palma de la mano que va cerrándose. Suárez hace
otro movimiento breve, deja el removedor al costado de la
parrilla y sobre una tabla va sacando el asado. Una vez listo, la
deja en el centro de la mesa, y yendo hacia un stéreo algo viejo
y desvencijado, oprime una tecla y brota al instante una gutural
música de chamamé. Si no fuera por esto, el almuerzo
transcurriría en completo silencio y quizás un rumor de pasos
quedos y voces apagadas vendría a impregnar el patio desde las
profundidades de la casa. Silencio inexistente que además de la
música, rompe el bachero con un exabrupto.
   - Son muchos en la casa- asevera y lo mira sin pestañear.
   - Así es más fácil- responde en un tono de vaguedad dura el
correntino.
   -¿Busco el chimichurri?- pregunta el invitado, incauto pero
decidido. 
   -Quedate tranquilo. Ahora lo traen- contesta Suárez entre
nervioso y amenazante.
   -¿Quién?- arremete Pérez y vuelve a llevarse la mano que
había retirado hacia el mentón.
   -Mi hermano- dice como en un estallido y yendo hacia el
stéreo, sube el volumen. – Equipo de mierda- exclama soez y le
da un puñetazo al mismo tiempo que mira al vecino. Después se
incorpora y da unos pasos breves y rápidos por el patio,
mientras grita con una mirada desencajada.
   -Trae el chimichurri Juan. Apurate che. 
   A pesar de este mediodía caluroso, Roberto siente un frío sutil
que lo estremece. Otro hombre de casi la misma edad y
apariencia que Suárez irrumpe desde la puerta saludando con un
movimiento de la cabeza. Deja el pequeño recipiente que
contiene un líquido rojo y espeso sobre la mesa. El mismo emite
un sordo ruido metálico que casi acalla la aparente voz
mesurada de Juan.
   -Acá tenés, que tanto apuro- le dice al supuesto hermano.
   Después va hasta la parrilla y se sirve un pedazo de carne
entre dos mitades de un pan. Vuelve a introducirse en la casa
dando un portazo que es como el reflejo del estupor en la cara
de Roberto. Ahora Suárez está de pie detrás de él y con los
brazos en jarra sobre la cintura, le dice como una orden.
   -Comé que está bien dorado-.
Pérez da media vuelta el cuello. Lo mira sinuoso. Toma un pan
de la mesa y también se pone de pie. Quedan uno al lado del
otro, sin mirarse ya y de costado.
   -Sentate- dice el dueño de casa con la misma voz cortante y
ronca de antes.
   -Estoy bien así- contesta el bachero y se sirve un costillar.
   Almuerzan así, de pie y moviéndose de tanto en tanto para
buscar los vasos. El diálogo que sigue no deja de ser tenso
aunque se vuelve más rutinario y acaso abstracto. Suárez lo
interroga sobre el trabajo y Pérez contesta casi en monosílabos. 
Después fuman cada uno un cigarrillo entre miradas esquivas y
se mueven por el patio escrutándose y escrutándolo casi todo. El
horizonte es claro y el calor aumenta con el movimiento de la
tierra que va como acercándose a los fuertes rayos del sol.
   El asado dura alrededor de tres horas y Roberto Pérez siente
alivio cuando se despide para hacer la siesta, deseándole una
pronta recuperación para la nieta. Ese alivio es momentáneo y
dudoso. Cuando llega a su casa, primero se queda ensimismado
como queriendo asimilar las extrañas sensaciones que le dejó
este almuerzo. Se sienta en el borde de la cama y alguna
preocupación lo deja cavilando. Hasta que se pone de pie y
camina con pasos breves y rápidos por las distintas
habitaciones. La inquietud le impide dormir aunque siente un
peso oscuro que lo va invadiendo desde los hombros. La
ingravidez y la calma provinciana, le resultan ahora aparentes.
Alguna reconcentrada percepción, le va diciendo, casi entre las
resquebrajaduras de las paredes, que en esta próxima noche
tardará un poco más en conciliar el sueño. Despierto en la
perplejidad de la tarde, va hasta el teléfono y marca el número
de una de sus hermanas que vive en la  provincia de Santa Fe.




sábado, 2 de marzo de 2019

Epifanía


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                            "… Y la muerte no tendrá dominio…”
                                                                          Dylan Thomas

-       Tercer vagón. Primer asiento.
   Se oye la voz cascada del anciano en el casi tibio mediodía de
agosto. Hay poca gente en la estación y aunque el barrio no es
pobre ni marginal, varios negocios permanecen cerrados. La
anciana que le da el brazo y lo conduce hasta el pata e’ fierro, como
lo llama él, es alta y flaca. Así es que el viejo parece un poco un
niño perdido y confundido entre la escasa multitud. Los restos de
una tableta de cafiaspirina, revolotean bajo, entre el espesor algo
ventoso del día. Ahora el tren sigue su cotidiano recorrido.

   El niño juega con un títere, sentado en el suelo cálido de la
habitación. La madre no lo pierde de vista pero está tranquila,
mientras manipula sus herramientas para las artesanías. El frío
atardecer se va volviendo más silencioso con el correr de las horas.
Ella hace y deshace, recorta y teje, pega y cose, dándole forma y
contextura a un duende con triste fisonomía y grandes ojos
asombrados. Ahora el chico la interrumpe, aburrido del pez de
colores que es el títere y le pide una guitarra. La mamá la
desenfunda y emite una breve risa porque el tamaño del
instrumento excede al de su hijo. Sin embargo, él no se arredra ni
se hace eco de la algarabía más que con una leve sonrisa.
Improvisa algunos tonos y el invierno ya es casi primavera, porque
algo así como un cono de mesurada luz, se forma entre la casa y
las dos personas que la habitan.

   Monótono y duro avanza el tren. Cuando pasa por debajo de un
puente oxidado, una imagen de espanto recorre este nebuloso
lunes. Predomina un color amarronado y la anciana señora piensa
que todos los pasajeros despiden una expresión de callejón sin
salida, de resignada cotidianeidad hecha de paciencia, dolor y
sobresaltos. Sin embargo, lo que abunda es una generalizada
sensación de indiferencia. Nadie mira a los ojos de nadie. Apenas
se escrutan unos a otros, de soslayo, y la atmósfera se vuelve
esquiva. En soledad o en grupos pequeños, el medio de
transporte es algo así como una entera reproducción de la ciudad.
Ahora el anciano se dice para si mismo que la rústica vaguedad del
aire emite acaso una forma benigna y natural de viajar. Recuerda
los ya lejanos años de juventud y se le ocurre que la ceguera
estaba ya implícita en él, cuando deambulaba, ebrio de alegría,
hacia la incierta posibilidad del amor febril. La mujer mira distraída
por la ventanilla y entre la tibieza del sol invernal, dice con suavidad.
   - Que linda mañana.

   El niño deja la guitarra y pide instrumentos para dibujar. La madre
le pregunta si hizo los deberes y toma un cuaderno de tapas
blandas. El contesta que sí y se queja porque no quiere ir a la
escuela. En la cara hay una expresión de picardía y una hermosa
sonrisa amplía la dicha de los dibujos. Las figuras humanas que va
trazando a lápiz le salen con bastante facilidad. Pende en el aire, un
diálogo de ausencia y distancia. La mamá lo llama hasta la falda y
con suficiencia y ternura va haciéndole cosquillas. Conocedora del
desgarro y del dolor, tiene en la hermosa fisonomía del rostro, las
huellas de las lágrimas derramadas. El padre vive en otro país y
está cuadripléjico a causa de un accidente. Los movimientos de ella
son lentos y medidos, casi tanto como los últimos años de tristeza,
mediante los cuales fue llegando a este presente de reconstrucción
y prudencia, junto a su novio que vive en un pueblo cercano.
 
   Fue con el impacto que se movieron los cimientos del convulsivo
tren. Gritos de terror, incendios y corridas. Amontonados los
vagones como un acordeón destrozado, entre fierros, plásticos y la
pared. La fina lluvia que cae perpendicular, vuelve menos sombrío,
el ensangrentado mediodía.
   Ahora el niño dibuja y pega cartones sobre una madera. Verdes
claros y oscuros para una pradera rocosa y un azul de sueño en el
río que discurre a orillas de las grises vías. Dorado sobre la vertical
superficie de otra maderita, pintada de rosa y rojo en lo alto y otro
verde en el resto, expone un sol tan radiante como cálido.
   Los cuerpos mutilados entre vidrios y asientos que volaron
fugaces, remarcan la aparente inexistencia, la atroz figuración de
una pesadilla vuelta realidad. Las vigas flojas del suelo hacen
temblar las viviendas más cercanas a una de las estaciones. El
choque se produjo en la de llegada. Durante un segundo
inverosímil, cuentan los sobrevivientes, el estruendo irrefrenable y
descomunal de la informe estructura se les vino encima.
Rememoran como pueden el espanto de los fierros incrustados en
la piel.
   La locomotora es negra y el chico elige un diseño antiguo. De
esas trompudas, le dice a la madre. Todos los vagones los pinta de
blanco. Arma y desarma, entre cartones y témperas. Poco a poco la
maqueta va tomando forma, mientras busca diversos tonos tierra
para las sierras. También le agrega cabras, vacas y algun que otro perro.
El trencito quiere pintarlo con acrílico para que resalte un poco más 
que el paisaje. Le lleva semanas la construccion y roturas y llantos
de bronca y pataleos y hacelo vos mama que esto es muy dificil.
   El horror parece carecer de tiempo y es acaso inexplicable como
la misma muerte. Inesperado y voraz, sumerge a la razón en un
oscuro abismo inolvidable. Brilla la negrura con matices de blanco
en la locomotora bajo la lámpara de la mesa. Le falta el humito, dice
el niño y busca el pincel y más cartón. Ahogados por debajo de los
incendios sofocados, las camillas y las ambulancias, no dan abasto
para todos los heridos. Gritos, llantos, sonidos de teléfonos, alarmas
y bocinas repercuten desesperados por entre el espesor de la
sangre y el fuerte olor a quemado. Es un atardecer impecable y rojo
en la maqueta. Los pinceles huelen a otoño soleado, a salamandra
en invierno, a manos que se agitan en procura del aire. Ahora la
madre toma una cámara de fotos y la hace funcionar, sonriente y
orgullosa, desde varios ángulos, hacia la creación de su hijo. En el
anteúltimo vagón de un tren ciudadano, una señora flaca y alta,
sacude levemente del brazo a un anciano ciego que despierta con
la frente bañada en sudor.
-       Llegamos- le dice, mientras lo conduce hasta el bullicioso
andén.

   La locomotora negra arranca con languidez. Un viejo no vidente
emite los pocos mensajes telegráficos que requiere el paseo
turístico de cada año. Un adulto parsimonioso que alguna vez fuera
un niño sonriente y asombrado, dibuja paisajes en movimiento
desde la ventanilla de un vagón, situado en la mitad del tren. Una
señora flaca y alta, maneja la caja registradora, detrás del
mostrador de un vagón que también es un bar. Una madre tan
bonita como esta tarde de verano, recibe un mate que el marido le
ceba, en el puesto colmado por hadas y duendes de la feria
artesanal. Para la delgada señora y el anciano ciego, un extraño
día, el tiempo se detuvo. Los trenes pasaron más veloces que la
gente y un olor de agua estancada les sugirió este móvil museo.
Eso fue después del hundimiento de las estaciones. Por aquellos
días nadie creía en tales hundimientos, porque los escombros
volvían a emerger con sospechosa rapidez. No es posible que
existan sustracciones repentinas pero que las hay, las hay. Solían
decir los vecinos con un dejo de macabra burla que acaso ocultaba
un temeroso pesimismo. Hoy como ayer, escasea la risa entre las
calles y el prudente silencio de quienes dirigen el extraño tren
museo, nada dice acerca de la verdadera procedencia de los
empleados. El trayecto de la máquina es breve y para el dibujante
que lo recorre con obsesiva y concentrada mirada, significa algo
más que captar un lindo paisaje. Algo así como una propia ajenidad
se refleja en el confín de un arroyo en la montaña. No por acotada
es menos intensa la búsqueda que quiere delinear lo inclusivo de un
futuro. Un carrito alado ofrece también atrapasueños y mates
electrónicos autocebantes desde su propulsión en el ahora
anochecer de un estío inquebrantable. Niñez, adultez y vejez
conjugan el horizonte de este universo, cuyas grietas no impiden la
profundidad de los caminos armónicos y apasionados del amor.