viernes, 14 de junio de 2019

El vestido


   Quizás los años habían pasado, carentes de fuertes emociones.
   Para Elena nunca fueron fáciles las cosas. El trabajo cotidiano era incesante; y aunque esto la salvaba del tedio, ella sentía algo así como una comezón interna, una especie de ágil desesperación.
Alguien diría que un presagio inquieto iba corroyéndola. No conocía la calma, al menos era lo que percibía con cierta vaguedad.
   Sin embargo su vida era sencilla y tranquila. Tenía poco espacio para la imaginación pues estaba colmada con una rutina que había ido construyendo con años de dedicación y sacrificio. Su marido era su mundo, su tiempo, su felicidad. Pero ahora la sensación de ahogo crecía en ella.
   Siempre le había gustado mucho el cine, por eso era costumbre ir todos los sábados. Incluso estas gratas salidas empezaban a aburrirla. El malhumor aumentaba, casi como un sutil enemigo, y ganados por la destemplanza y la impaciencia, las discusiones se volvían inevitables. Pensó entonces que su trabajo en la oficina, además de ingrato por lo poco redituable, estaba destruyendo a la pareja.
    Decidió renunciar y cargó así sobre sus espaldas, todo el peso de una relación que no quiso considerar agotada. Sin embargo, las discusiones y el tedio no disminuían. La vida hogareña, a pesar de sus encantos, no la satisfacía. Descubrió entonces que el tiempo libre era mayor. Lo usó para bucear en su interior.
   La ciudad contribuía a su asfixia espiritual, pero esa tarde pensó que el tráfago de las calles del centro podía distraerla de su estancamiento.
   Todos los bares, negocios, vidrieras le parecían iguales, aunque en una de ellas descubrió, un rojo vestido que le llamó poderosamente la atención. Los actos de verlo, admirarlo y comprarlo, casi fueron uno. Ese impulso la colmó de una extraña alegría.
   Cuando se sentó en el bar, eligió una mesa donde el sol, daba de lleno. Dejó a un lado la bolsa con el vestido. Pidió un jugo de naranjas, y con el primer trago, sintió de un modo abrupto y sobrecogedor, que comenzaba una nueva vida.
   Fue entonces cuando un hombre de traje y corbata se acercó.
   -No pude evitar leer sus pensamientos- le confesó, con una mueca en los labios. -Dios me dio esa facultad y estoy a su servicio.
¿Puedo sentarme?
   -¿Cómo dice?- alcanzó a preguntar Elena, desde su desconcierto; mientras el hombre acomodaba una silla al lado.
   -Me llaman Bú y he venido a cumplirle todos sus deseos, Milena.
   -Elena- corrigió ella.
   -Si quiere una nueva vida, de ahora en más, su nombre es Milena.
   Entre la curiosidad y el asombro, sintió ella un súbito escalofrío, como si un golpe eléctrico la recorriera por entero.
   -No piense que hablo sólo por hablar- continuó el hombre, con una pasmosa seguridad. -Puedo darle todo lo que está deseando. La vida es una aventura maravillosa, ¿no le parece?
   -Bueno pero…- trató de responder Elena que atraída y desconfiada, no podía dejar de sentirse bajo una especie de ambiguo hechizo.
   El extraño hombre no la dejó continuar pues enseguida dijo: “esa hermosura negra que ve ahí afuera es mi auto… bueno, nuestro auto, mejor dicho. ¿Me acompaña?”. Y con esta invitación fue
poniéndose de pie. Con su mano derecha estirada, esperó la de Elena, y juntos salieron de aquel bar.
   Ya en el asiento del auto, Elena no perdía la sensación de mareo.
   Era como la liviandad de un vals. Aunque algo en su interior le decía que no todo andaba bien.
   -No se preocupe.- dijo ahora el hombre -ya casi llegamos a su casa. Hoy va a estrenar ese bonito vestido.
   Invadida por la inquietud y el movimiento, pensó que era hora de partir.
   Aunque dejar a su marido no le resultaba indiferente ni sencillo, cuando llegó a su casa, puso gran parte de su ropa en dos valijas y llamó a su única y verdadera amiga, que vivía en la otra punta de la ciudad.
   Salió a la calle con cautela y resolución. Tomó un taxi y se dejó llevar. Con la mirada puesta en la ventanilla, supo que ya no volvería a lo que había sido su casa durante tantos años. Las lágrimas le brotaban con lentitud y alivio, mientras el sol iluminaba la despareja avenida.
   Al llegar, la amiga la ayudó con las valijas y después se despidió, porque trabajaba de noche.
   Elena estaba acostumbrada a la soledad, al aislamiento, a la intromisión. Se sentía cansada y en el sofá-cama de ese departamento, durmió algunas horas que le parecieron eternas, o tal vez, sólo se quedó tendida, con los pies sobre uno de los apoyabrazos. Entre tanto, el atardecer iba cayendo.
   Después, fue incorporándose despacio; sentada en ese sillón, resolvió agasajarse: fue hasta el baño y abrió la ducha de agua caliente. Dejó que el vapor llegara, lentamente, hasta la habitación contigua. Desnuda y ya con los ojos casi cerrados, fue recostándose en la bañera. A pesar de esa distensión,sentía que el tiempo apremiaba, por eso no se quedó demasiado ni mojó su pelo por entero. Después se maquilló en ropa interior, y por último, y de pie frente al espejo, se puso el vestido rojo. Sintió la suavidad de la ropa sobre la piel, y se supo liviana, aérea, seductora.
   Ya era noche cerrada cuando descendió a la calle. Lo templado del clima, le daba más fuerza y prestancia a su actitud interior.
Envuelta en un perfume suave y penetrante, se dirigió a ese restaurante adonde siempre había querido ir. Se detuvo ante la puerta, respiró profundo y avanzó con la frente en alta.
   -Milena, ¿verdad?- le dijeron una vez hubo entrado. -Las reservas ya fueron hechas. Por aquí, por favor.
   Aunque la embargaba el asombro, le pareció bastante lógico que el señor Bú, estuviera aguardándola en esa mesa.
   -Está usted muy elegante, Milena. ¿El champagne es de su agrado?- dijo el caballero no bien ella se sentó.
   -Poco, por favor- respondió. -No acostumbro.
   -Comprendo, comprendo- se apuró ahora el hombre, mientras con un gesto, ordenaba que les sirvieran.
   -¿Esto no debería ser al final?- preguntó ahora Elena, que a esa altura ya no sabía muy bien que pensar.
   -Este mundo se ha vuelto patas arriba, ¿no es cierto?- definió entonces el caballero inesperado. -¿Sabía usted que el azar no existe?- preguntó sin más ni más. -Por eso mi vida está enteramente regida por el orden- siguió diciendo, sin aguardar respuesta alguna.
   -¿Su vida?, ¿cómo es su vida?- preguntó Elena, tratando de llevar la conversación hacia algún grado de coherencia.
   -¿Qué le gustaría cenar?- dijo ahora el hombre, tomando el menú.
   En ella iba creciendo la ansiedad y al mismo tiempo, tenía la rara sensación de que aquel encuentro ya había ocurrido hacía muchos años.
   Después de la cena y de una charla de extraña filosofía, el señor Bú se levantó para ir al baño. Elena, sentada a esa mesa, recordaba ahora como era su vida, antes de casarse y venir a la ciudad.
   Entonces un mozo se acercó y guiñándole un ojo, le dijo:
   -Éste habla de ciencias ocultas, pero juega a las escondidas nada más.
   La sonrisa de Elena brotó como desde una larga espera.
   Ahora el bullicio del lugar era más tenue. Las conversaciones y el entrechocarse de las copas y los cubiertos de las demás mesas, parecían haber adquirido un agradable compás. Mientras veía al mozo retirarse lentamente, su sonrisa quedó suspendida y fue transformándose en una expresión de calma y leve asombro.
   Cuando el señor Bú regresó, ella lo miró directamente a los ojos, y por un instante quiso descubrir algo límpido y ameno en su mirada.
   No emanaba seguridad, aunque sus movimientos eran armoniosos.
   Después vio como uno de sus brazos se estiraba y el gesto de la palma abierta de la mano llamando al mozo, la hizo sentir, extrañamente quizás, plácida, cómoda, alegre. Pensó que  ante toda encrucijada siempre es el destino quien se impone. Sintió deseos de viajar y de aspirar el aire como cuando era adolescente. Más tarde, sin certezas pero con nuevos bríos, salieron juntos de aquel restaurante. Pasaron por las valijas y anduvieron parte de la noche por autopistas y rutas que parecían haber adquirido un movimiento olvidado, como si el tiempo las hubiera dotado de un peso que las deterioraba.
   La modestia y la sobriedad del cuarto de hotel al que fueron, no hicieron que el encuentro fuera menos placentero. Ahora el sol entraba con ganas desde la amplia ventana. Quizás, para Elena, el tiempo había pasado, durante ese último día, más rápido de lo habitual. Con su vestido rojo y sentada a los pies de la cama, su mirada, ahora, era una mezcla de escepticismo y resolución. Quizás estuviera pensando cosas tales como que el amor dura un día y toda la eternidad. Quizás sólo planificaba su próxima mudanza, a su estilo: lento, voluntarioso, eficaz. Cerca de ella estaban las dos valijas intactas, como aguardándola; y por la ventana se veía parte del auto negro.
Basado pintura E. Hopper.