domingo, 29 de noviembre de 2020

El árbol

Tenues luces de colores

amortiguan la oscuridad.


La gracia perdura

en un devorado pan dulce.


Todas las explosiones

desmienten la soledad.


Sin solución de continuidad

no se nombra ni el vacío.


Me marean las burbujas

en la piel de la congoja.


Brindo aunque el brillo de la luna

esconda lo atenuado.


Ayer, ahora y después

las lágrimas no saben

la mesura ni la medida.


Anacrónica se derrama

la superficie del mundo

contenido sin embargo.


Más acá de los confines

expulso a todos los cuervos

de mi sombra.



viernes, 6 de noviembre de 2020

El otro pozo

    Ya no soy un sapo. Reventé de tanto humo. No hay princesa ni príncipe ni duendes ni hadas. Dicen que un emperador deshizo toda maravilla. Sospecho que él también es un iluso. Parece que recorre los caminos, sin bajar nunca de su dorado trono. Costumbre inveterada y eterna. Se rodea de lujos y ama lo grandilocuente. En apariencia, es campechano como el que más. Algunos creen repudiarlo, envidiandolo. Otros suponen amarlo, describiéndolo. La neutralidad no tiene opción ni lugar, vociferan ambos bandos. La incertidumbre, la crítica y el asombro, son aburridas y mediocres, según los correos, tanto del rey, como de aquellos que traman su caída. Yo no sé nada, y repito en mi cabeza, lo que otros dicen o comentan o piensan u opinan. Vivo de acuerdo a lo que soy. Una neblina.


   De mi antigua casa me evaporé. Si sigo elevándome, temo desdibujarme del todo, deshacerme y desaparecer. Tengo que ganar consistencia. Quizás no puedo reencarnar porque todavía me quedan resabios y residuos de sapo. Me pregunto si mi condición de niebla es un paso intermedio. Sé que resulto odiosa, con la humedad pegajosa que deparo. Quitar visibilidad tampoco a mí me resulta divertido. Soy como un hábitat y un clima de fantasmas. Mientras espero ganar corporeidad, miro alrededor y voy vagando sin durar demasiado en ninguna parte. Ayer estuve en el patio central del castillo y hoy anduve por un rincón del bosque. Me cansé rápido de espiar a la emperatriz y como buena neblina que soy, lentamente, me fui por lo nublado. Ahora entre la oscuridad de frondosos árboles, aguardo dubitativa que el sueño derrumbe mi sopor. Confío en que la benevolencia del sol no me calcinará y que en un tiempo, cuya anchura no sé decir si será breve o no, ya mi entera existencia habrá mutado.


   Así devine en caballo de calesita. Reencarnè y de mis vidas anteriores sólo quedan brumas (sic). Según el patrón, darle por nombre a la calesita "Dejad que los niños vengan a mi", no es blasfematorio, aunque a las autoridades eclesiásticas no les hace mucha gracia. Allá ellos. Por mi parte, confieso que solamente los chicos entienden mi lenguaje. Sólo ellos me hablan y notan si les sonrío con alegría o si ando triste y cabizbajo. Mucho no me alimentan y por abrigo tengo nada más que una lona magra y agujereada. Así que no es sencillo trabajar con ganas y dedicación. Igual lo hago porque otra no me queda. El palo que me incrustaron y que me sube y me baja, al ritmo de una música bastante estúpida, cuando nos ponen en funcionamiento, me hacía sentir degradado al principio. Pero ya me acostumbré y por suerte, a mi los empleados no se me suben en secreto, como les pasa al auto y al avión. No tenemos sindicato, por lo que sólo nos quejamos entre nosotros. Con el barco y conmigo, los adultos ya no sueñan; así que esa incomodidad les toca a los compañeros auto, al compañero avión y a veces al compañero moto.

   El día que se ensanchó aquél pequeño pozo que nos impidió seguir trabajando, algo digamos ancestral, se rompió adentro mío. Aunque precariamente lo rellenaron con tierra reseca y seguimos adelante, ya nada fue lo mismo para mí. Todo parecía mantenerse igual, en aquél parque colorido y hasta festivo de la ciudad. Sin embargo, la aparición y sucesión de pozos no dejaron de brotar y, lo que es peor, de profundizarse cada vez más. Trabajar nos fue resultando algo imposible. Acumulamos herrumbre en esta desidia. El pasto crece y crece en este abandono. Por un decreto del emperador fuimos declarados de sumo interés cultural. Esta vidriera, en principio, nos sorprendió. Durante un tiempo, los discursos de la emperatriz, nos mencionaron y hasta incluso nos elogiaron. Ahora que sabemos los verdaderos motivos de todo lo que nos rodea, no podemos dejar de sentirnos efímeros y fugaces. Nos cuentan que el emperador de la China, agujereó el cielo. Para algunos apenas son falsos rumores. Nosotros desconfiamos y hasta un poco tememos, porque sabemos de la oscura afición que ciertos personajes tienen por los tristes túneles. Sería en vano buscar razones constructivas en todo esto. De a ratos y a pesar de tanto pozo, la calesita vuelve a girar. Los goznes chirrían y uno de los pocos empleados que quedaron, misteriosamente, nos relata hasta el hartazgo que cuando era chico miraba " El agujerito sin fin" en la televisión. Más allá de esta anécdota y ya algo cansado de andar en círculo a los tumbos, me vuelvo a preguntar qué lo mueve a un emperador para agujerear la tierra o el cielo. Mero afán de dominio, ambición desmedida, valga el oxímoron o la redundancia, y una siniestra soberbia sin contemplaciones, ni conseciones ni mediaciones. Si, acaso todo eso y además una ciega abulia incomprensible por aquellas cosas que hacen de la vida, algo digno de ser transitado. El compañero barco suele decirme que no piense tanto en vano. Para él no hay gloria mayor que una tarde soleada repleta de niños contentos, saltarines y hasta gritones. Todo lo demás le resulta demasiado artificial, falso y hasta pedante. Quizás tenga razón y yo prefiero no hacerle notar que conozco su profunda nostalgia del mar. Quizás mí destino más inmediato, sea algún depósito de chatarra, ya que el pozo se ensancha cada día un poco más. Del cartel con el nombre de la calesita, cuelgan algunas letras oxidadas al viento y emiten un sonido desolado. Me llevo la certeza de que no hay ningún incentivo en los testimonios. Probablemente mí única esperanza sea " rejuvenecer" despacio. Mientras tanto, alimento a las palomas, junto a los jubilados de este parque antiguo. A veces algún niño carente de tecnologías o aburrido de ellas, me pide algún paseo. Yo sé lo otorgo sin muchas alharacas. Nadie me da un centavo por esto pero como a caballo regalado no se le miran los dientes, aventuro una tenue sonrisa y me dejo estar. Son momentos plácidos y casi felices, donde busco olvidar toda tristeza y todos los pensamientos del dolor. Creo que mí larga experiencia en la calesita me enseñó a distinguir quién es quién en este torbellino. Hay quienes opinan que los caballos agachamos la cabeza y siempre obedecemos. Otros dicen que somos nobles y a veces hasta circunspectos. Mis antepasados fueron también vehículos de sangrientas conquistas. A mí me tocó este oficio, no menos ridículo pero sí más ameno y cordial. Con la hambruna que acecha, contribuyo a cortar los pastos y con la voluntad no ya quebrada, considero que no hay abandono ni desidia mayor que esperarlo todo de quienes nunca nos han dado nada. No son originales las flores que crecen alrededor de la calesita. No pretendo que lo sean. Y aquello de arrojar margaritas a los cerdos, no me inquieta, porque nunca verán sino marlo y barro. El pozo sigue ahí. Cada vez más cercano del cielo chino. De no poder saltarlo, trataré de esquivarlo, aunque sea largo el rodeo y dificultoso el camino.

basado pintura Mattisse.