lunes, 13 de septiembre de 2010

Diez centavos

Brillante, refulgente, casi redonda. El número y la figura ignoran el apuro, el trajín, el calor de la mano, el fondo de un bolsillo.
No hay ningún camino bajo el cielo. No hay estrellas perfectas en lo humano. No hay nada por descifrar bajo el tumulto indivisible de lo oculto.
Y camina con el pecho agitado. La lluvia amaga trayendo un pasado constante. Las paredes no responden más que el frío de los ruidos y un alrededor. Y se quedó sin voz. Va susurrando entre imágenes y calles que están casi definitivamente ancladas al presente. Otra vez la madriguera de palabras y el escaso saber tan precario como el derrumbe de lo básico. Otra vez el error de decirle al viento esta confianza. Sin embargo la memoria sustenta la esperanza en el medio del dolor.

Hay una casa abandonada en la foto desquiciada de la más obsesiva melancolía. Hay un dejarse estar por la vida que vuelve rígido el instante perfecto de una sonrisa. Hay también la mirada que brilla en los ojos pacientes de una ventana. S avanza con un sueño generoso en armonía. Las piernas son una melodía cuando el sol refleja un acorde. Va volviéndose aérea como un nuevo transitar de ilusiones sin recuerdos.

Entonces ocurre, es cuando definitivamente ocurre. En esa esquina, bajo el acuoso resplandor de un insolente charco, la moneda espera, indiferente, pétrea, sarcástica, la avidez de los humanos que se rescataran creyendo rescatarla. Ahí nada con el sol que envía rayos prepotentes. Quieta pero inquieta inquietando acaso dulcemente el mecerse más suave de las aguas que la pulen dejándole reflejos de imágenes altivas.
Y contiene en la mirada algo de príncipe equivocado de estación. S es simplemente S, durante el perfecto y efímero instante en que dura el encuentro. Aunque la esquina como cada esquina se llena de pliegues y repliegues. Y conoce la bronca, la supervivencia, la violencia y el desgarro. Quizás insensatamente dispara, mirando la mojada moneda.
-En la espalda de una moneda se juega el destino del mundo.
S lo adivina y lo ataja en seguida.
-En el fin del mundo no hay ningún incendio ni cárceles ni trenes.
Y le busca los ojos, despacio, lenta, tediosamente.
-La moda es un suicidio colectivo- le dice como recordando un bostezo.
-Algunos instantes son eternos- le contesta ella y sonríe.
Brillante, refulgente, casi redonda, la pequeña moneda de diez centavos despide un eco sordo de luz. Es entonces que los dos se agachan al unísono y el estruendo seco de cada frente golpeando entre sí, los deja doloridos, despatarrados y risueños y de culo en la vereda.
Ahora bajo el cielo, los pasos de S y de Y habrán de hacer un leve camino que juntos buscaran transitar. Quizás en la esquina o a mitad de cuadra encuentren una opaca moneda sin brillo pero sin charco; porque resulta probable que a partir de un diálogo sin palabras lo que redondamente refulge es la intensidad de dos miradas.

Basado pintura E. Hopper.

Destiempos

De vez en cuando las palabras aturden todavía más que el silencio. Simplemente una insinuación en los ojos cansados del viento y un terror de viejos códigos bajo el cielo inexistente de la bruma sin descanso.
Fue cuando el hombre grueso y rollizo traspasó la puerta de ese baño público que al hombre le temblaron las piernas. Sin embargo la calma era absoluta y el hecho difícil de no aceptar el dinero resultó frágil y ridículo. No sabe el hombre si es natural o no que el ambiente esté despojado de risa alguna. Claro que la suma es bien escasa y entonces hay un gesto que ajusta levemente la triple circunstancia de la perspectiva de tres hombres.
Tranquilamente y ya sin temblar el hombre petiso contempló desde cualquier invisible espesura como otro hombre gordo fue apenas replegándose en aquel frío y duro banco. Después extendió el billete hasta la gruesa humanidad de aquel desconocido. Este atrapó con un rápido movimiento aquel papel casi indiferente y con un gesto entre hostil y cariñoso le apretó el labio inferior con dos dedos y en un soplido le soltó:
-No quiere eso. Hablá.
Entonces ya no hubo desconocido ni viejas caras sin rostro. En un cambio súbito el hombre del baño se vió junto al gordo en ese banco de un extraño color. Le vió el dolor y el callado sufrimiento en los ojos casi hundidos. Le vió la agotada expresión de súplica y piedad cuando lo miró despacio y le dijo:
-Porque él no se quería morir.
Se dibujó en la tarde el rostro envejecido del tercer hombre en cuestión. Y el hombre que pagó le dijo al otro:
-Vení que te cuento.
Puede que no haya palabra más idónea que un sol cálido en el frío de la infancia.
Para ser claro y preciso al hablar hay que entender la magnitud de los contextos. De vez en cuando la literatura es una compensación.
Fue cuando todas las lágrimas brotaron sin apuro que el hombre petiso escuchó el débil sonido de un teléfono.