Diez centavos
Brillante, refulgente, casi redonda. El número y la figura ignoran el apuro, el trajín, el calor de la mano, el fondo de un bolsillo.
No hay ningún camino bajo el cielo. No hay estrellas perfectas en lo humano. No hay nada por descifrar bajo el tumulto indivisible de lo oculto.
Y camina con el pecho agitado. La lluvia amaga trayendo un pasado constante. Las paredes no responden más que el frío de los ruidos y un alrededor. Y se quedó sin voz. Va susurrando entre imágenes y calles que están casi definitivamente ancladas al presente. Otra vez la madriguera de palabras y el escaso saber tan precario como el derrumbe de lo básico. Otra vez el error de decirle al viento esta confianza. Sin embargo la memoria sustenta la esperanza en el medio del dolor.
Hay una casa abandonada en la foto desquiciada de la más obsesiva melancolía. Hay un dejarse estar por la vida que vuelve rígido el instante perfecto de una sonrisa. Hay también la mirada que brilla en los ojos pacientes de una ventana. S avanza con un sueño generoso en armonía. Las piernas son una melodía cuando el sol refleja un acorde. Va volviéndose aérea como un nuevo transitar de ilusiones sin recuerdos.
Entonces ocurre, es cuando definitivamente ocurre. En esa esquina, bajo el acuoso resplandor de un insolente charco, la moneda espera, indiferente, pétrea, sarcástica, la avidez de los humanos que se rescataran creyendo rescatarla. Ahí nada con el sol que envía rayos prepotentes. Quieta pero inquieta inquietando acaso dulcemente el mecerse más suave de las aguas que la pulen dejándole reflejos de imágenes altivas.
Y contiene en la mirada algo de príncipe equivocado de estación. S es simplemente S, durante el perfecto y efímero instante en que dura el encuentro. Aunque la esquina como cada esquina se llena de pliegues y repliegues. Y conoce la bronca, la supervivencia, la violencia y el desgarro. Quizás insensatamente dispara, mirando la mojada moneda.
-En la espalda de una moneda se juega el destino del mundo.
S lo adivina y lo ataja en seguida.
-En el fin del mundo no hay ningún incendio ni cárceles ni trenes.
Y le busca los ojos, despacio, lenta, tediosamente.
-La moda es un suicidio colectivo- le dice como recordando un bostezo.
-Algunos instantes son eternos- le contesta ella y sonríe.
Brillante, refulgente, casi redonda, la pequeña moneda de diez centavos despide un eco sordo de luz. Es entonces que los dos se agachan al unísono y el estruendo seco de cada frente golpeando entre sí, los deja doloridos, despatarrados y risueños y de culo en la vereda.
Ahora bajo el cielo, los pasos de S y de Y habrán de hacer un leve camino que juntos buscaran transitar. Quizás en la esquina o a mitad de cuadra encuentren una opaca moneda sin brillo pero sin charco; porque resulta probable que a partir de un diálogo sin palabras lo que redondamente refulge es la intensidad de dos miradas.
No hay ningún camino bajo el cielo. No hay estrellas perfectas en lo humano. No hay nada por descifrar bajo el tumulto indivisible de lo oculto.
Y camina con el pecho agitado. La lluvia amaga trayendo un pasado constante. Las paredes no responden más que el frío de los ruidos y un alrededor. Y se quedó sin voz. Va susurrando entre imágenes y calles que están casi definitivamente ancladas al presente. Otra vez la madriguera de palabras y el escaso saber tan precario como el derrumbe de lo básico. Otra vez el error de decirle al viento esta confianza. Sin embargo la memoria sustenta la esperanza en el medio del dolor.
Hay una casa abandonada en la foto desquiciada de la más obsesiva melancolía. Hay un dejarse estar por la vida que vuelve rígido el instante perfecto de una sonrisa. Hay también la mirada que brilla en los ojos pacientes de una ventana. S avanza con un sueño generoso en armonía. Las piernas son una melodía cuando el sol refleja un acorde. Va volviéndose aérea como un nuevo transitar de ilusiones sin recuerdos.
Entonces ocurre, es cuando definitivamente ocurre. En esa esquina, bajo el acuoso resplandor de un insolente charco, la moneda espera, indiferente, pétrea, sarcástica, la avidez de los humanos que se rescataran creyendo rescatarla. Ahí nada con el sol que envía rayos prepotentes. Quieta pero inquieta inquietando acaso dulcemente el mecerse más suave de las aguas que la pulen dejándole reflejos de imágenes altivas.
Y contiene en la mirada algo de príncipe equivocado de estación. S es simplemente S, durante el perfecto y efímero instante en que dura el encuentro. Aunque la esquina como cada esquina se llena de pliegues y repliegues. Y conoce la bronca, la supervivencia, la violencia y el desgarro. Quizás insensatamente dispara, mirando la mojada moneda.
-En la espalda de una moneda se juega el destino del mundo.
S lo adivina y lo ataja en seguida.
-En el fin del mundo no hay ningún incendio ni cárceles ni trenes.
Y le busca los ojos, despacio, lenta, tediosamente.
-La moda es un suicidio colectivo- le dice como recordando un bostezo.
-Algunos instantes son eternos- le contesta ella y sonríe.
Brillante, refulgente, casi redonda, la pequeña moneda de diez centavos despide un eco sordo de luz. Es entonces que los dos se agachan al unísono y el estruendo seco de cada frente golpeando entre sí, los deja doloridos, despatarrados y risueños y de culo en la vereda.
Ahora bajo el cielo, los pasos de S y de Y habrán de hacer un leve camino que juntos buscaran transitar. Quizás en la esquina o a mitad de cuadra encuentren una opaca moneda sin brillo pero sin charco; porque resulta probable que a partir de un diálogo sin palabras lo que redondamente refulge es la intensidad de dos miradas.
Basado pintura E. Hopper.
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