Caperucita roja y el morbo
Si A no es A sólo puede ser B dado que A no forma parte ni remota ni expresa ni calculadamente de B ya que B está en las antípodas de la intachable espalda moral de A. Ergo, A es sólo A y todo lo contrario de A es B. Y a callar todo el mundo.
Una vez hubo terminado el ejercicio de matemática, Caperucita regresó de una cejijunta mirada. Claro y por supuesto y harto lógico que afuera acechaba la oculta vigilancia del Lobo. Oculta quizás podría ser apenas un decir ya que de noche no era y un grandote sol reflejábase contra el casi gótico ventanal. Que Pepe Grillo aparezca de sopetón en esta historia puede acaso resultar per se... perseguido por un ancho jabalí cuyos colmillos no osaremos describir. Ni siquiera golpeó la puerta el pobre. Tamaño susto traía.
-Caperucita, Caperucita- jadeaba el acosado
-Pepe!, ¿qué pasa Pepe?
-El jabalí, el jabalí
-Eh!, ¿qué decís?
Cerrando la puerta con toda la evidencia del temblor, Pepe Grillo se desplomó en la silla.
-Me corre otra vé, me corre
-¿Y querés que yo te defienda? Con el Lobo y el tío Sori ya tengo bastante. Curtite Pepe.
-Claro, para vo es fácil.
Y así fueron cerrando puertas y ventanas en aquella soleada tarde. Horas y horas se quedaban charlando y discutiendo Caperucita y Pepe. Después los años fueron pasando y con ellos la aventurera infancia se fue diluyendo.
El casamiento de Caperucita roja fue todo lo fastuoso y jovial que tan afamado nombre amerita. Todos comentaban y comentaban allá en la provincia, la enorme suerte que corrió el señor Kimono Kemirá al contraer matrimonio con tan bella dama. Los maliciosos decían que la fealdad del hombre estaba absolutamente compensada por su dinero. Pero Caperucita no se arredró ante nada y para confirmar sus dichos, a saber, que se había casado con Kimono por su inteligencia, decidió cambiar la primera letra de su nombre, y así pasó a ser desde entonces Kaperucita roja para todo el mundo.
Después vino todo lo demás, las reuniones, los viajes, las propiedades, los hijos, los etcéteras. Pero como a este humilde cronista no le gusta meterse con la intimidad de la gente, no voy a contar nada de todo eso. Simplemente recuerdo un hecho que un amigo de un amigo alguna vez me contó. El mismo puede acaso parecer descabellado, absurdo y hasta insólito; no me animo a negarlo así como tampoco me animo a describir la realidad de otra manera.
Aquello sucedió bajo las doradas nubes de un lujoso domingo. Hacía bastante tiempo que corría en la ciudad la extraña voz de dos palabras añejadas. Dicen los impresionados que las palabras en cuestión eran integridad y austeridad. Tamaño revuelo y asombro habían causado estas palabras. Ese amigo de mi amigo solía evocar, según mi amigo, el sonido de cada vocablo y en un gesto pensativo se acariciaba la maltratada mandíbula. Algunos ya no le creen, le dicen que exagera, que está loco, que ve visiones pero se obstina y cuenta el hecho una y otra vez, dotándolo acaso de una importancia contumaz.
-Con tu más revirada memoria- parece que le gritaba mi amigo, porque el hombre, además de flaco y estupefacto, estaba casi siempre como ido.
-Olvidate, che, ya pasó- trataba de revivirlo.
Demás está decir que por lo demás él nunca lo olvidó. Y entre tanto más y más y lo de y lo de con, me voy alejando del hecho en cuestión.
Decía entonces que aquello sucedió en el brillante salón de alguna de las tantas propiedades de la señora Kaperuza. Algunos quieren recordar que corría el año tres mil, otros prefieren arriesgar la plausible conjetura que en verdad fue allá por el mil novecientos. En todo caso, parece que no hay documentos que acrediten con absoluta certeza el año en que ocurrió. Lo único comprobable es que pasó durante el mes de mayo. Aducen los científicos que ese día había en el cielo un sol indiscutiblemente de dicho mes y no voy a ser yo quien se oponga a esta docta corroboración.
-¿Te compraste otra calculadora?- preguntó el Lobo, sentado muy orondo y de piernas cruzadas en un amplio sillón.
-¿Vos haciendo chistes?, ¿qué te pasa, estás borracho?- respondió preguntando Kaperucita mientras seguía dándole cuerda a un reloj que no la necesitaba.
Una digamos ladina sonrisa fue escapándose desde la comisura de los finos labios del señor Lobo. Nunca dijo que no había sido un chiste, que de verdad pensó que era una calculadora y arremetió tranquilo.
-¿Sale la quincuagésima comisión?
-A sus órdenes enemigo- respondió jocosa la señora, apoyándose en el alféizar de la ribeteada ventana.
-Me está dando sed- dijo el Lobo.
-Frío no hace- definió velozmente la dama.
Atuzándose el prolijo bigote, el Lobo hizo sonar un casi escondido timbre alargando levemente uno de los... digámosle ambiciosos dedos. Aquel amigo de mi amigo, había conseguido por aquellos días el trabajo, según él, de su vida pues lo contrataron junto a su modesto equipo para pintar las paredes de esa mansión de la Kaperuza. Así es que, sentado en aquel andamio, fue testigo de aquella inolvidable escena. El mozo ingresó desde una amplia puerta doble. Sobre la bandeja traía una deslumbrante calculadora. La dejó con solemnidad y cuidado en la pequeña mesa que estaba ubicada al lado del sillón donde el señor Lobo había depositado, se diría como para siempre, el esbelto y acaso lánguido cuerpo.
-¿Cómo andamio?
-A la flauta, me asustaste bichito.
-No, tranquilo, soy más bueno que el pan.
Pero el amigo de mi amigo no estaba muy tranquilo por cierto pues no todos los días se le aparece a uno, mientras trabaja, y así de súbito, Pepe Grillo.
-Yo a esssta la conozco desde que éramos así de chiquititos.
-¿Ah sí?- respondió azorado el pintor.
-Y el estafador ese que ves ahí..., mirá mejor ni te cuento.
-¿El señor Lobo?
-Morbo debería llamarse.
-¿Anda enojado Don Grillo?
-¿Qué cosa? Y... ya no sé mirá, si hasta el enojo me han robado entre los dos.
-Y...está dura la calle vió.
-El bosque.
-Esteeee sí claro.
Y entonces fue que el atribulado Pepe Grillo se desvaneció en el aire. Así, tan repentinamente como había llegado. El pobre pintor, tambaleándose sentado en el andamio, no salía de su estupefacción, que no terminó ahí, porque en el salón el Lobo hacía cuentas con esa enorme calculadora oprimiendo las teclas con los dedos de los pies, mientras se reía, siniestra, escandalosa, ruidosamente. Y la Kaperuza danzaba como poseída casi en puntas de pie. Estirando los brazos en un gesto abierto y extasiado iba dejando que tres gordos rabanitos acompañaran la silenciosa, etérea, voluminosa música de opereta. Uno de los susodichos hizo un rápido movimiento de alarma y el pintor, desesperado y en pánico, se arrojó en caída libre. Por suerte la altura no era tanta y una soga lo amordazó fuerte en la cintura hasta dejarlo sin aire. Hay quienes dicen que despertó algunas horas después en cierto hospital de los suburbios. El nada alega al respecto. Tan sólo le contó a mi amigo el hecho más o menos como lo describí. A nadie más, que sepamos, le refirió la extraña y pequeña historia. No sé, francamente, qué me depara el más inmediato futuro después de contar esta vana situación. No sé si aquel amigo de mi amigo pudo volver a los carriles habituales de su vida. No sé si mi amigo me habrá gastado una broma contándome estas cosas. Lo único certero por el momento es que en este ridículo y hermoso lugar yo escribo, cuento y escribo, cuento, escribo y hasta me río, sí, me río, bajito y en leves sonidos pero me río, y de verdad, cómplice lector, en más de una ocasión, quisiera saber de qué me río. Porque la risa y no sé si usted opinará como yo, porque la risa decía, proviene de un profundo y casi constante dolor. Hablo de la buena risa, la saludable, la que nos descansa y acaricia y nos devuelve la esperanza ante hechos tan tremendos como la reciente declaración de aquel tío de la Kaperuza, aquel tío Sori que ella de niña creía no soportar, ese mismo caballero, como todos sabemos, declaró que las palabras integridad y austeridad son dos horribles neologismos creados por seres inferiores que infectan la elevación de estos, según él, sacrificados países en vías de desarrollo.
Una vez hubo terminado el ejercicio de matemática, Caperucita regresó de una cejijunta mirada. Claro y por supuesto y harto lógico que afuera acechaba la oculta vigilancia del Lobo. Oculta quizás podría ser apenas un decir ya que de noche no era y un grandote sol reflejábase contra el casi gótico ventanal. Que Pepe Grillo aparezca de sopetón en esta historia puede acaso resultar per se... perseguido por un ancho jabalí cuyos colmillos no osaremos describir. Ni siquiera golpeó la puerta el pobre. Tamaño susto traía.
-Caperucita, Caperucita- jadeaba el acosado
-Pepe!, ¿qué pasa Pepe?
-El jabalí, el jabalí
-Eh!, ¿qué decís?
Cerrando la puerta con toda la evidencia del temblor, Pepe Grillo se desplomó en la silla.
-Me corre otra vé, me corre
-¿Y querés que yo te defienda? Con el Lobo y el tío Sori ya tengo bastante. Curtite Pepe.
-Claro, para vo es fácil.
Y así fueron cerrando puertas y ventanas en aquella soleada tarde. Horas y horas se quedaban charlando y discutiendo Caperucita y Pepe. Después los años fueron pasando y con ellos la aventurera infancia se fue diluyendo.
El casamiento de Caperucita roja fue todo lo fastuoso y jovial que tan afamado nombre amerita. Todos comentaban y comentaban allá en la provincia, la enorme suerte que corrió el señor Kimono Kemirá al contraer matrimonio con tan bella dama. Los maliciosos decían que la fealdad del hombre estaba absolutamente compensada por su dinero. Pero Caperucita no se arredró ante nada y para confirmar sus dichos, a saber, que se había casado con Kimono por su inteligencia, decidió cambiar la primera letra de su nombre, y así pasó a ser desde entonces Kaperucita roja para todo el mundo.
Después vino todo lo demás, las reuniones, los viajes, las propiedades, los hijos, los etcéteras. Pero como a este humilde cronista no le gusta meterse con la intimidad de la gente, no voy a contar nada de todo eso. Simplemente recuerdo un hecho que un amigo de un amigo alguna vez me contó. El mismo puede acaso parecer descabellado, absurdo y hasta insólito; no me animo a negarlo así como tampoco me animo a describir la realidad de otra manera.
Aquello sucedió bajo las doradas nubes de un lujoso domingo. Hacía bastante tiempo que corría en la ciudad la extraña voz de dos palabras añejadas. Dicen los impresionados que las palabras en cuestión eran integridad y austeridad. Tamaño revuelo y asombro habían causado estas palabras. Ese amigo de mi amigo solía evocar, según mi amigo, el sonido de cada vocablo y en un gesto pensativo se acariciaba la maltratada mandíbula. Algunos ya no le creen, le dicen que exagera, que está loco, que ve visiones pero se obstina y cuenta el hecho una y otra vez, dotándolo acaso de una importancia contumaz.
-Con tu más revirada memoria- parece que le gritaba mi amigo, porque el hombre, además de flaco y estupefacto, estaba casi siempre como ido.
-Olvidate, che, ya pasó- trataba de revivirlo.
Demás está decir que por lo demás él nunca lo olvidó. Y entre tanto más y más y lo de y lo de con, me voy alejando del hecho en cuestión.
Decía entonces que aquello sucedió en el brillante salón de alguna de las tantas propiedades de la señora Kaperuza. Algunos quieren recordar que corría el año tres mil, otros prefieren arriesgar la plausible conjetura que en verdad fue allá por el mil novecientos. En todo caso, parece que no hay documentos que acrediten con absoluta certeza el año en que ocurrió. Lo único comprobable es que pasó durante el mes de mayo. Aducen los científicos que ese día había en el cielo un sol indiscutiblemente de dicho mes y no voy a ser yo quien se oponga a esta docta corroboración.
-¿Te compraste otra calculadora?- preguntó el Lobo, sentado muy orondo y de piernas cruzadas en un amplio sillón.
-¿Vos haciendo chistes?, ¿qué te pasa, estás borracho?- respondió preguntando Kaperucita mientras seguía dándole cuerda a un reloj que no la necesitaba.
Una digamos ladina sonrisa fue escapándose desde la comisura de los finos labios del señor Lobo. Nunca dijo que no había sido un chiste, que de verdad pensó que era una calculadora y arremetió tranquilo.
-¿Sale la quincuagésima comisión?
-A sus órdenes enemigo- respondió jocosa la señora, apoyándose en el alféizar de la ribeteada ventana.
-Me está dando sed- dijo el Lobo.
-Frío no hace- definió velozmente la dama.
Atuzándose el prolijo bigote, el Lobo hizo sonar un casi escondido timbre alargando levemente uno de los... digámosle ambiciosos dedos. Aquel amigo de mi amigo, había conseguido por aquellos días el trabajo, según él, de su vida pues lo contrataron junto a su modesto equipo para pintar las paredes de esa mansión de la Kaperuza. Así es que, sentado en aquel andamio, fue testigo de aquella inolvidable escena. El mozo ingresó desde una amplia puerta doble. Sobre la bandeja traía una deslumbrante calculadora. La dejó con solemnidad y cuidado en la pequeña mesa que estaba ubicada al lado del sillón donde el señor Lobo había depositado, se diría como para siempre, el esbelto y acaso lánguido cuerpo.
-¿Cómo andamio?
-A la flauta, me asustaste bichito.
-No, tranquilo, soy más bueno que el pan.
Pero el amigo de mi amigo no estaba muy tranquilo por cierto pues no todos los días se le aparece a uno, mientras trabaja, y así de súbito, Pepe Grillo.
-Yo a esssta la conozco desde que éramos así de chiquititos.
-¿Ah sí?- respondió azorado el pintor.
-Y el estafador ese que ves ahí..., mirá mejor ni te cuento.
-¿El señor Lobo?
-Morbo debería llamarse.
-¿Anda enojado Don Grillo?
-¿Qué cosa? Y... ya no sé mirá, si hasta el enojo me han robado entre los dos.
-Y...está dura la calle vió.
-El bosque.
-Esteeee sí claro.
Y entonces fue que el atribulado Pepe Grillo se desvaneció en el aire. Así, tan repentinamente como había llegado. El pobre pintor, tambaleándose sentado en el andamio, no salía de su estupefacción, que no terminó ahí, porque en el salón el Lobo hacía cuentas con esa enorme calculadora oprimiendo las teclas con los dedos de los pies, mientras se reía, siniestra, escandalosa, ruidosamente. Y la Kaperuza danzaba como poseída casi en puntas de pie. Estirando los brazos en un gesto abierto y extasiado iba dejando que tres gordos rabanitos acompañaran la silenciosa, etérea, voluminosa música de opereta. Uno de los susodichos hizo un rápido movimiento de alarma y el pintor, desesperado y en pánico, se arrojó en caída libre. Por suerte la altura no era tanta y una soga lo amordazó fuerte en la cintura hasta dejarlo sin aire. Hay quienes dicen que despertó algunas horas después en cierto hospital de los suburbios. El nada alega al respecto. Tan sólo le contó a mi amigo el hecho más o menos como lo describí. A nadie más, que sepamos, le refirió la extraña y pequeña historia. No sé, francamente, qué me depara el más inmediato futuro después de contar esta vana situación. No sé si aquel amigo de mi amigo pudo volver a los carriles habituales de su vida. No sé si mi amigo me habrá gastado una broma contándome estas cosas. Lo único certero por el momento es que en este ridículo y hermoso lugar yo escribo, cuento y escribo, cuento, escribo y hasta me río, sí, me río, bajito y en leves sonidos pero me río, y de verdad, cómplice lector, en más de una ocasión, quisiera saber de qué me río. Porque la risa y no sé si usted opinará como yo, porque la risa decía, proviene de un profundo y casi constante dolor. Hablo de la buena risa, la saludable, la que nos descansa y acaricia y nos devuelve la esperanza ante hechos tan tremendos como la reciente declaración de aquel tío de la Kaperuza, aquel tío Sori que ella de niña creía no soportar, ese mismo caballero, como todos sabemos, declaró que las palabras integridad y austeridad son dos horribles neologismos creados por seres inferiores que infectan la elevación de estos, según él, sacrificados países en vías de desarrollo.
basado dibujo César Vallejos
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