martes, 23 de marzo de 2010

Misiva griega

A veces las preguntas laten en un mar hirviendo. Nos tiembla el pulso bajo las horas gritonas. Se acumulan las facturas impagas y todos los platos rotos, como cenizas de una pesadilla, vuelven al discurso desnudo de la desolaciòn.
Hay pàjaros ingenuos que en el rìo màs suave de la montaña van tan sòlo mirando la àspera y brillante fortaleza de las piedras. Despuès cae todo un cielo desmesurando y cegando el horizonte.

El silencio ancestral duerme tranquilo con los ojos abiertos. Millones y millones de tormentas dejaron que el dolor se marche del espejo. Ahora todo esto se vuelve un cine abandonado.
Hay un remitente destinado al mismo olvido. Hay una caricia en la memoria que tolera su propio desconcierto. A veces en la fragua de la tarde rimbombante, algunos rincones se tornan amarillos y pequeños retazos de belleza explotan contra la indiferencia del reloj.

Se dirìa de pronto, de sùbito, de repente pero ya casi todo està gastado. Desconozco las puertas que al estrado conducen. No sabrìa decir en verdad el peso y el tamaño de algunos picaportes. Nadie apenas se inventa los estantes en el màrmol terrible de aquellos escalones. Veo todo lo que falta para llegar a las palabras.
Desciendo por el margen inhòspito de la ausencia de tu piel. Adivino la posdata sin envidia ni recursos ni escabrosas carcajadas. Pero la mañana es un cansancio que se va en el humo y en el desasosiego de haber soñado con los timbres del futuro. Me caigo de nuevo frente a la velocidad del trànsito por calles y autopistas; y parece que no hay tinta que floresca aquel beso parturiento que perdimos. Lentamente me arranco el hambre y la tristeza del hombre que no fui.



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