lunes, 13 de septiembre de 2010

Destiempos

De vez en cuando las palabras aturden todavía más que el silencio. Simplemente una insinuación en los ojos cansados del viento y un terror de viejos códigos bajo el cielo inexistente de la bruma sin descanso.
Fue cuando el hombre grueso y rollizo traspasó la puerta de ese baño público que al hombre le temblaron las piernas. Sin embargo la calma era absoluta y el hecho difícil de no aceptar el dinero resultó frágil y ridículo. No sabe el hombre si es natural o no que el ambiente esté despojado de risa alguna. Claro que la suma es bien escasa y entonces hay un gesto que ajusta levemente la triple circunstancia de la perspectiva de tres hombres.
Tranquilamente y ya sin temblar el hombre petiso contempló desde cualquier invisible espesura como otro hombre gordo fue apenas replegándose en aquel frío y duro banco. Después extendió el billete hasta la gruesa humanidad de aquel desconocido. Este atrapó con un rápido movimiento aquel papel casi indiferente y con un gesto entre hostil y cariñoso le apretó el labio inferior con dos dedos y en un soplido le soltó:
-No quiere eso. Hablá.
Entonces ya no hubo desconocido ni viejas caras sin rostro. En un cambio súbito el hombre del baño se vió junto al gordo en ese banco de un extraño color. Le vió el dolor y el callado sufrimiento en los ojos casi hundidos. Le vió la agotada expresión de súplica y piedad cuando lo miró despacio y le dijo:
-Porque él no se quería morir.
Se dibujó en la tarde el rostro envejecido del tercer hombre en cuestión. Y el hombre que pagó le dijo al otro:
-Vení que te cuento.
Puede que no haya palabra más idónea que un sol cálido en el frío de la infancia.
Para ser claro y preciso al hablar hay que entender la magnitud de los contextos. De vez en cuando la literatura es una compensación.
Fue cuando todas las lágrimas brotaron sin apuro que el hombre petiso escuchó el débil sonido de un teléfono.



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