miércoles, 24 de mayo de 2017

Correspondencias

Todo comienza con una pequeña llama. Claro que una canilla goteando es más sólida que un incendio. Son las siete de la tarde y los alumnos hacen fila para bañarse. Es un colegio religioso con adolescentes internados. No es la edad media ni el siglo XIX sino la última década del XX. Siempre hace frío al atardecer. Las salidas de baño, las ojotas, el shampoo y la toalla húmeda porque se pone a secar sobre un nylon al pie de la cama. Afuera el sol, sin embargo, es cálido. La habitación es enorme. No así los roperos de metal con tres estantes que separan cada cama. Tres cursos de cuarenta pibes duermen ahí, desayunan ahí, sueñan también ahí.
Sentados en el lavatorio de seis canillas a cada lado, forman fila para el baño de tres minutos. Olvidé mencionar el jabón. Así como Cristian Ferrando olvidó el suyo aquella tarde. Volvió para buscarlo y este simple hecho lo convirtió en sospechoso. El humo de la cama que se incendia llega hasta las puertas del baño. No será una tragedia porque el fuego se sofoca rápido y las llamas no se expanden. Aun así, habrá interrogatorio. Qué viste?, qué sabes?, quién fue el causante del incendio?, preguntará a todos y a cada uno de los alumnos el rector de disciplina. Lo acusan a Cristian aunque no hay pruebas. Quizás fue un accidente dado que algunos internos usan garrafas con hornallas para el mate de la mañana. Quizás un cigarrillo a medio apagar.  Quizás hoy llegue otra carta de esa amiga que Pedro Perez adora.
Pasaron los años y esas cartas se perdieron como el recuerdo del castigo aplicado a Cristian. Difícilmente lo haya olvidado él.

viernes, 19 de mayo de 2017

La obcecación de Cristo

La noche no está boca arriba. El cielo es perpendicular a cierta hora del repliegue. Por momentos carecen absolutamente de sentido casi todas las palabras.
Suena remoto un teléfono en la tarde fria. El atiende desde la mitad de un colectivo.
- Te llamé en un mal momento?
Pregunta una voz que no por haber sido confundida con la de otra persona, suena menos encantadora. A pocos metros, un anciano discute con el colectivero que maniobra una brusca frenada para evitar un choque. Los pasajeros se aferran como pueden mientras el viejo sigue increpando al conductor, acaso desvariando porque lo trata de corrupto y sinvergüenza. Después se sienta sin dejar de emitir una queja lastimera. Pasan indiferentes los minutos y razonablemente el chofer no contesta.

El llega casi a horario a la oficina y encuentra a una mujer diferente a la esperada. Como al pasar, intenta explicarle la confusión. No sabe ni sabrá si se percata del detalle. Ahora ella le va a pedir el curriculum por escrito, de una manera que él interpreta a su modo.
- Yo quiero que me escribas.
Piensa escuchar y el mundo adquiere una dimensión diferente. Casi tanto como la belleza proporcionada y grácil que emana de ella sentada frente a él.
Después ocurre un rápido diálogo donde intervienen otras dos personas. La palabra culpa sobrevuela el aire y al acompañarlo hasta la puerta la mujer dice.
- Yo ya te libero.

La mañana de invierno es un ajetreo de trámites tediosos. Los resquebrajados sonidos de un celular vuelven a expandirse por los recovecos ambiguos de un bolsillo.
- Estás en la calle?
Pregunta ella después que él ya se lo había dicho. Lo cita para el día siguiente y algo así como una esfera repentina de calor puebla el aire húmedo del día. Minutos más tarde, la mujer vuelve a llamar para cambiar la hora del comienzo de otro trabajo. Cuando él llega al día siguiente, todo parece estar más o menos igual que el verano anterior. De ámbito en ámbito, la oficina es lo de siempre, aunque la amabilidad circunda el espacio quizás sin tensión y levemente. Entonces los días empiezan a sucederse uno detrás de otro y en apariencia sin fascinación. La rutina puede ser simplemente un lento desgaste pero por debajo de la piel, ahora hay en él un sueño cotidiano. A lágrima tendida y desesperada obcecación, escribe y escribe para ella, que no lo leera, porque él no encontró manera de mostrárselo. Después acuden vicisitudes y resabios equívocos junto a un lento desmigajarse de los días y los sueños. Un breve bache en el tiempo como un sacudon, a él lo deposita en una extraña y tal vez, karmica congoja, repleta de nebuloso y  solitario presente. Ella no está cuando vuelve a la oficina después de unas semanas y pensarla entre la ausencia sin ilusiones engañosas quizás lo devuelva hacia alguna forma de claridad un poco más tenue. Se le ocurre que ante el cielo no hay repliegue y la perpendicularidad, piadosamente nos rescata. La noche no está boca arriba para la necedad de los espejos soberbios. No hay exigencia peor que el orgullo amarrado a los juicios implacables de la obstinación. El conoce que el amor no es una adoración sin compromiso. La obsecacion de Cristo no es la obsecacion de Cristo sino la propia, piensa mientras sube a otro colectivo y de nuevo llega tarde a la oficina. Exclamara con inverosimilitud que se quedó dormido. No puede decirles la verdad. No puede contarles que en el colectivo estaba nevando y que eso no impedía las devoradoras llamas que incendiaban a la gente. Y mucho menos podrá gritarles que cuando vio ese desvencijado colchón en la vereda, no supo evitar la tentación de quedarse ahí, recostado, atónito y contemplativo, para siempre.