jueves, 24 de septiembre de 2020

Chungo y Carlitos

    Se escapó por la ventana abierta de la vieja casona. Hacía demasiado tiempo que la sentía una cárcel del medioevo. Lo tentó el brillo resplandeciente del sol de la mañana. La enorme cocina daba al confín de un patio que mucho supo disfrutar y al que supuso no extrañaría, porque quería ver mundo y recorrer calles y saber por fin, que había detrás de la blanca pared que lo guareció durante más de seis años.

   En la esquina, las altas luces del semáforo, le resultaron de una velocidad inusitada. Los autos le recordaron su viejo sigilo y los reflejos en la mirada, volvieron como desentumeciendolo. Sin embargo, lo excesivo del ruido, lo arrinconó un buen rato sobre la gigantesca puerta de un edificio. Hasta que una voz lo sobresaltó como un estampido desde el aire.

   - Yo soy sin dueño- dijo, breve y certero.

   - Cómo?- respondió preguntando Chungo, casi desvalido de incertidumbre y asombro.

   Por toda explicación, Carlitos emitió una amistosa sonrisa y dobló la calle, sugiriendo que lo siguiera. Anduvieron un buen trecho, en silencio y sin demasiado apuro. Chungo iba como dejándose llevar. Curioso pero abstraído. Atento pero ensimismado. Alerta y dócil a un tiempo. Carlitos de a ratos lo miraba y su tranquilidad era contagiosa. Había una especie de extraño código ambiente entre los dos. Algo sutil que los unía casi enteramente, sin concesiones ni medias tintas. De donde provendría ésta complicidad si no se conocían? Iba preguntándose Chungo sin emitir palabra.

   -Fui tú novio en otra vida- dijo Carlitos como si lo oyera, sonriendo con malicia.

   -Pendejo- le rebatió Chungo, sonriendo también.

   Y siguieron andando entre calles indiferentes. Hacia qué callejón repleto de basura lo conduciría este nuevo amigo?, se continuaba interrogando Chungo. No le sorprendía que el otro "leyera" su pensamiento. Le preocupaba un poco su despreocupación, su anhelo irreflexivo de intemperie y aventura. Ahora dudaba de su impulso de escapar de la vieja y querida casa.

   -Calmate chancho burgués- le dijo entonces Carlitos, que tenía en la mirada, un cansancio antiguo pero ágil.

   -Bueno border paria- le retrucó Chungo, sin agresividad ni timidez.

   Antes de escapar de la casona, había conocido otros destinos. Aunque nunca había sido "sin dueño" como decía ser Carlitos, tuvo la fortuna de vivir con mucha independencia y bastante libertad, sin por eso sufrir hambre ni privaciones. Hubo veces en que los espacios fueron acotados y los amos francamente insoportables. Elogiaban la suavidad de su pelo y hablaban hasta el hartazgo de la mirada penetrante que según ellos, él tenía. Misterioso, traicionero, circunspecto. Los adjetivos abundaban y a Chungo no le hacían ya ninguna gracia. Quizás porque los necesitaba y terminaba también encariñándose, nunca podía zafarse del todo. Ahora quería ahondar en la actitud de Carlitos.

   -Ando desnudo y soy invisible- le contestó cuando le preguntó por su condición de gato libre.

   -En serio enano, cómo es que sos "sin dueño"?- insistió Chungo que quería la clave de la libertad.

   -Cobro en euros las preguntas de los incautos- siguió Carlitos, impertérrito.

   Viendo la falta de seriedad, Chungo hizo un gesto de abatimiento y resignación. Cuando el silencio empezó a volverse incómodo, Carlitos lo miró despacio y le dijo:

   -No hay mucha ciencia, che. Soy un gato callejero. Vivo de la caridad, de la astucia, de lo que puedo. Si a eso se le puede llamar vida.

   Ahora que el humor se desgarraba poco a poco y empezaba a mostrar sus garras la tristeza, Chungo supo callar y ser paciente. Sin ningún tipo de apuro, Carlitos le fue contando sus peripecias mientras caminaban. Habló de noches congeladas y días de sol violento. No sin reparos y muchas dudas, concluyó que la crueldad, el desamparo y la miseria no habían logrado extirparle el buen humor, las ganas de vivir y las ansias de futuro. El escepticismo y la desconfianza se inmiscuían casi subrepticiamente en este diálogo de silencios largos y pasos medidos. Así es como fueron llegando al Delta.

   -El yate lo compró mi mánager- dijo Carlitos y señaló la precaria balsa, amarrada en aquél árbol, a la orilla de ese río cenagoso, espeso y fiesta de bichos y mosquitos.

   -Un lujo- describió Chungo, volviendo de oscuras impresiones.

   -Espero que no me hundas el acorazado, gordito- rebatió el otro, buscando levar anclas.

   Cuando desató aquella soga algo podrida y dando un salto trepó a la embarcación, Chungo ya lo esperaba, haciendo equilibrio sobre la húmeda madera. Navegaron bajo un sol que hacía crujir las ramas y los palos que sabían doblarse, fueron los recios remos de estos dos marineros sin medallas, ni emblemas ni banderas. Como dos conquistadores del aire incierto, anduvieron río arriba y es posible que algunos pájaros cantaran.

   -De cenar hay mutantes- prometió Carlitos, soltando la risa, a pesar de los pesares.

   También Chungo se distendió en una carcajada y quizás estaba soñando con latas de atún y platos de leche. La noche parecía larga pero fue acortándose en la calma sobrenatural del río. Ahora la balsa flotaba apenas y los dos amigos fumaban callados de cara a las estrellas pálidas que todavía emitía el cielo como un reguero de ensoñación prudente, cálido y ameno. Una delgada media luna, colgaba también, y parecía mirar la tierra de reojo. No había violinista ni tejado pero una cadencia de música vagabunda, recorría el aire azulino del horizonte que iba abriéndose en espacio. Cuando el amanecer ganó el cénit, Chungo y Carlitos despertaron al día. Lavados por la tenue brisa fresca de las primeras horas de claridad, desayunaron con ganas algunos esqueletos de pescado. Un fuego de escasas proporciones, los fue animando a encarar el mediodía. Recorrieron el bosque algo arrasado y las malezas fueron testigos de la decisión que ahora se plantaba en la frente de Chungo. Volvería a la vieja casona y buscaría por todos los medios que Carlitos fuera admitido en ella. Este último primero se negó, rotundamente, aduciendo razones vagas. Hasta que se dejó convencer, seducido por la descripción de su  amigo. Así tomaron el tren que los llevó a destino. El furgón era un mundo de bicicletas y caras trabajadas por los años, las esperas y las luchas resignadas. Más lejos, alguien vendía alfajores a pasajeros que cabeceaban al ritmo perpetuo de la ciudad.

   Huelga decir que Carlitos fue aceptado, no sin antes esperar en la vereda que a los amos de Chungo se les pasara el enojo mezclado con la alegría del reencuentro. Aunque aprender a compartir le resulta una tarea por demás ardua y complicada, Chungo ya no quiere escaparse de la luminosa cocina y del inmenso patio donde ahora no solamente las flores, los árboles y los insectos le hacen compañía y le vuelven, por extraño y paradójico que parezca, más humana la existencia. Argumentos de peso, harían que Chungo y Carlitos rebatieran sin dar el brazo a torcer, ésta última idea. Pero eso ya es materia de otra historia que acaso la amabilidad del lector corrobore, asimile y entrevea.