jueves, 3 de diciembre de 2009

Maquinarias

Leía bajo la sombra acuosa de la nostalgia. Quería nombrar la tarde para que pasara y se convirtiera en otro amanecer. Las sombras del día lo dejaban en el sudor, en el sopor, en la congoja.
Un cansancio en los brazos le avisó el movimiento. Ella se acercó de súbito y algo en los reflejos de la calle se volvió más diáfano. Desde el cigarrillo encendido el humo se expandió como un intruso curioso. Se saludaron como desde lejos, como desde el fondo ambiguo de algún sueño. La mirada inquieta de ella se detuvo sobre el libro. El creyó entonces que había llegado la hora de leer las manos de la mujer. Después caminaron hablándose en acordes que eran un remanso, una pausa, un principio sutíl de asombro y maravilla.
La lluvia fue poblando de cenizas el aire, pero el hombre y la mujer, inmersos en el ensueño feliz de encontrarse, lo tomaron como un augurio que venía para sacarlos del pasado. Hacía ya un rato que toda la ansiedad se había vuelto extraña, porque estaban solos en el medio de tamaña multitud. Fue cuando se besaron que hicieron concreta esa casi temeraria circunstancia de eliminar todos los contextos. Incluso, en el cielo, brilló una luna absoluta, blanca, sin nubes, refulgente. Poco a poco la vereda se transformó en un bar, una mesa, una botella de vino, risas, confidencias, manos entrelazadas. Una brisa amable se colaba por los resquicios de puertas y ventanas. El tiempo se hizo raudo, pero su velocidad era una suspención vertiginosa, un no darse cuenta, un simplemente estar ahí, una presencia hecha de brillos tenues, pasos quedos, gestos vivaces, sonrisas y caricias que lo expulsaban hacia la inminencia de otros relojes.
Hicieron el amor casi de madrugada y casi como una circunstancia lógica y natural que formaba parte de un mismo diálogo. Quizás dormitaron por momentos, abrazados como dos náufragos que estuvieran convencidos de la terrible brevedad de la vida. Cada palabra y cada recuerdo era el fin de una existencia anterior, porque depositadas ahí, en la comprensión y en la atención del otro, se volvían un formidable comienzo, un camino nuevo abriéndose en la perspectiva saludable de la esperanza. Y entonces el hombre, bajo la sombra herida de aquel árbol, se dispuso a seguir leyendo, casi tristemente.