sábado, 20 de octubre de 2012

Automatismos

Es noche cerrada y el telèfono no suena.
El tiempo que transcurre es excesivo. La desesperaciòn contiene un punto muerto que gira incansablemente hacia ninguna parte. Un cuadro, no importa si viejo o nuevo, si impresionista o expresionista, le prestarìa visos de vida a la pequeña sala. La evidencia de los agujeros en las cortinas de la ventana es tal que ni falta hace describirlos. Despuès hay una absoluta ausencia de relojes, mientras unos pocos y ajados libros estan desparramados sobre el suelo. La persona que espera en esa desolaciòn podrìa tener una edad definible. Desde un jardìn cercano se oye la acompasada respiraciòn de algunos pàjaros descansando. De un momento a otro, un grito los interrumpirà.

La mañana es clara y abierta como la luz que se filtra desde el amplio ventanal. Hay una implìcita y tácita velocidad en los pensamientos, en las personas y en las cosas. El sosiego es tan vìvido y humano como la natural propensiòn y disposiciòn de los afectos eternos. Cualquier manojo de llaves sobre la mesa de la sala, le otorgarìan al instante rasgos indefectibles de muerte y degradaciòn. Una mùsica clàsica inunda el dìa como un estampido fragoroso de bailarinas ensayando. Los anaqueles de la amplia y limpia biblioteca, estan sustentados y supeditados a cada lado, por sendos relojes de pie. Las dos personas que quizàs se dirijan en breve hasta la calle, podrìan tener una edad indefinida. Desde la pared màs pròxima a la puerta de salida, una làmina muestra el palmario dibujo de un telèfono celular recostado sobre una amenazante nube. De un momento a otro, la mecha casi gastada de un taladro, cambiarà todos los planes.

Las manchas blancas sobre las ajadas cortinas del mismo color, no son un descubrimiento desechable para las tres personas que ahora se resignan, levemente asombradas, a la inminencia pronta del fin del mundo.
Durante el ùltimo otoño la luna tuvo un brillo inusual y la primavera trajo un sol sin precedentes. Màs pasan y pasan las noches, frìas, calurosas, templadas, y el inmòvil mutismo del telèfono es una letanìa, apenas menos peor que el breve y absurdo sonido de inalcanzables ofertas cotidianas. Cerrando los ojos con fuerza, se oye a la distancia, el afònico ladrar de una perra tan ìntegra como fiel. Alguien pinta y ajusta una desvencijada silla y se queda pensativo como el tiempo reflejado en el desuso de una pipa. Un poco hacia el oeste de los àrboles, golpean a la puerta de una noche estrellada que vendrà. Mientras tanto, las sombras parpadean en la fràgil desmesura de los trenes. La remota fascinaciòn del amor en el amor, lastima las entrañas de un colibrì sin permanencia. Todo el temblor acude iridiscente como el hueco resabio de la solemnidad. Siempre los finales estruendosos y nìtidos, ahì, en la piel màs raspada de los difìciles silencios.
-¡Eureka!- dice la persona cuya edad es definible. -Una fábrica de ceremonias. Desentierro y entierro en todos los cementerios.
-Empresa de pompas fùnebres- corrige una de las personas de indefinible edad. -Nada màs inùtil que el dinero estando tan cerca el fin del mundo- sigue diciendo con entera sobriedad.
-Tendràn casas de cambio, tendràn- responde el primero, pensando con optimismo en el arribo a la desconocida galaxia.
-En un mundo completamente devastado no quedaràn vivos que lloren a los muertos- razona oscuramente la otra persona de edad indefinible.
-¡Buaaaa! ¡No somos nada!- se apura el acreedor de años, colgàndose en los hombros de los amigos.
Poco a poco se iran mirando con desconfianza, se daran las espaldas y sin llantos ni tristezas querràn deducir que en el fin del mundo no hay violencia ni destrucciòn sino abandono.