viernes, 19 de mayo de 2017

La obcecación de Cristo

La noche no está boca arriba. El cielo es perpendicular a cierta hora del repliegue. Por momentos carecen absolutamente de sentido casi todas las palabras.
Suena remoto un teléfono en la tarde fria. El atiende desde la mitad de un colectivo.
- Te llamé en un mal momento?
Pregunta una voz que no por haber sido confundida con la de otra persona, suena menos encantadora. A pocos metros, un anciano discute con el colectivero que maniobra una brusca frenada para evitar un choque. Los pasajeros se aferran como pueden mientras el viejo sigue increpando al conductor, acaso desvariando porque lo trata de corrupto y sinvergüenza. Después se sienta sin dejar de emitir una queja lastimera. Pasan indiferentes los minutos y razonablemente el chofer no contesta.

El llega casi a horario a la oficina y encuentra a una mujer diferente a la esperada. Como al pasar, intenta explicarle la confusión. No sabe ni sabrá si se percata del detalle. Ahora ella le va a pedir el curriculum por escrito, de una manera que él interpreta a su modo.
- Yo quiero que me escribas.
Piensa escuchar y el mundo adquiere una dimensión diferente. Casi tanto como la belleza proporcionada y grácil que emana de ella sentada frente a él.
Después ocurre un rápido diálogo donde intervienen otras dos personas. La palabra culpa sobrevuela el aire y al acompañarlo hasta la puerta la mujer dice.
- Yo ya te libero.

La mañana de invierno es un ajetreo de trámites tediosos. Los resquebrajados sonidos de un celular vuelven a expandirse por los recovecos ambiguos de un bolsillo.
- Estás en la calle?
Pregunta ella después que él ya se lo había dicho. Lo cita para el día siguiente y algo así como una esfera repentina de calor puebla el aire húmedo del día. Minutos más tarde, la mujer vuelve a llamar para cambiar la hora del comienzo de otro trabajo. Cuando él llega al día siguiente, todo parece estar más o menos igual que el verano anterior. De ámbito en ámbito, la oficina es lo de siempre, aunque la amabilidad circunda el espacio quizás sin tensión y levemente. Entonces los días empiezan a sucederse uno detrás de otro y en apariencia sin fascinación. La rutina puede ser simplemente un lento desgaste pero por debajo de la piel, ahora hay en él un sueño cotidiano. A lágrima tendida y desesperada obcecación, escribe y escribe para ella, que no lo leera, porque él no encontró manera de mostrárselo. Después acuden vicisitudes y resabios equívocos junto a un lento desmigajarse de los días y los sueños. Un breve bache en el tiempo como un sacudon, a él lo deposita en una extraña y tal vez, karmica congoja, repleta de nebuloso y  solitario presente. Ella no está cuando vuelve a la oficina después de unas semanas y pensarla entre la ausencia sin ilusiones engañosas quizás lo devuelva hacia alguna forma de claridad un poco más tenue. Se le ocurre que ante el cielo no hay repliegue y la perpendicularidad, piadosamente nos rescata. La noche no está boca arriba para la necedad de los espejos soberbios. No hay exigencia peor que el orgullo amarrado a los juicios implacables de la obstinación. El conoce que el amor no es una adoración sin compromiso. La obsecacion de Cristo no es la obsecacion de Cristo sino la propia, piensa mientras sube a otro colectivo y de nuevo llega tarde a la oficina. Exclamara con inverosimilitud que se quedó dormido. No puede decirles la verdad. No puede contarles que en el colectivo estaba nevando y que eso no impedía las devoradoras llamas que incendiaban a la gente. Y mucho menos podrá gritarles que cuando vio ese desvencijado colchón en la vereda, no supo evitar la tentación de quedarse ahí, recostado, atónito y contemplativo, para siempre.





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