Tomate con te
Llovía y cruzó la calle. El retruecano de la realidad se muerde la lengua. Fría, abierta y quieta la salsa lista no quiere pudrirse. Paños para proclives declives extremos.
Vomitó de hambre y fue sólo líquido. Un anciano miró asombrado. No se detuvo ni quiso compasión. Luego habría de comer y a eso se redujo su andar. Al triste instinto de supervivencia.
Acaso la desolación hizo que perdiera el deseo. Miraba breves videos pornograficos sin ver a los actores. Disperso y desconcentrado, pensaba en los muebles de esas casas lujosas y pulcras donde el sexo era violento y mentirosamente libre. Ni se masturbaba ya. En el cielo raso escaseaba el enduido y la densidad en la mirada le ahondaba la angustia y la resignación.
Caminaba lento y cansado. Mucho había sido el trajín durante la semana. Pateando la calle por unos mangos. Que fuera magro y precario y pobre, no significaba que no sobreviviera. Se las rebuscaba y luchaba para mantenerse a pesar de la pena y el dolor en los pies. Ahora el domingo se extendía como un manto de tristeza en el paseo solitario. A veces encontraba una moneda y se reía. Generalmente lo mangueaban y también era una risa. Ese día, sin embargo, aquel vehículo le atropello hasta el sentido del humor.
Despertó en el hospital con yeso hasta la cintura. No sentía la mitad del cuerpo y las magulladuras en el torso y en la cara, no le ardían por la anestesia.
Se conocieron bajo una lluvia implacable. Los unió el paraguas de ella, el apuro al cruzar la calle, el café en aquel bar, el mismo anhelo, el deseo de construir una familia. Se dijeron derrotas y fracasos. Largamente se miraron y supieron la esperanza. Con menos penas y poco dinero, luchar fue ahora, a brazo sin partir. Cenar ensalada de tomates y tomar te, fue una fiesta con ruidos en el estómago. Año a año, mes a mes, semana a semana, prosperaron y crecieron y se amaron, discutiendo y llorando, proyectando y concretando. Los hijos vinieron, entre pausas y desgarros. Con sinsabores y alegrías. Con estupor y garra. Con paciencia y pasión. Con rencores y disculpas. Con alguna mediocridad y vuelos esporádicos. En definitiva, forjaron un sueño y una vida con pelos y señales. No vio el semáforo porque hacía mucho tiempo que le costaba distinguir la vigilia de lo otro. Morir atropellado por ese colectivo es quizás menos azaroso de lo que parece.
Vomitó de hambre y fue sólo líquido. Un anciano miró asombrado. No se detuvo ni quiso compasión. Luego habría de comer y a eso se redujo su andar. Al triste instinto de supervivencia.
Acaso la desolación hizo que perdiera el deseo. Miraba breves videos pornograficos sin ver a los actores. Disperso y desconcentrado, pensaba en los muebles de esas casas lujosas y pulcras donde el sexo era violento y mentirosamente libre. Ni se masturbaba ya. En el cielo raso escaseaba el enduido y la densidad en la mirada le ahondaba la angustia y la resignación.
Caminaba lento y cansado. Mucho había sido el trajín durante la semana. Pateando la calle por unos mangos. Que fuera magro y precario y pobre, no significaba que no sobreviviera. Se las rebuscaba y luchaba para mantenerse a pesar de la pena y el dolor en los pies. Ahora el domingo se extendía como un manto de tristeza en el paseo solitario. A veces encontraba una moneda y se reía. Generalmente lo mangueaban y también era una risa. Ese día, sin embargo, aquel vehículo le atropello hasta el sentido del humor.
Despertó en el hospital con yeso hasta la cintura. No sentía la mitad del cuerpo y las magulladuras en el torso y en la cara, no le ardían por la anestesia.
Se conocieron bajo una lluvia implacable. Los unió el paraguas de ella, el apuro al cruzar la calle, el café en aquel bar, el mismo anhelo, el deseo de construir una familia. Se dijeron derrotas y fracasos. Largamente se miraron y supieron la esperanza. Con menos penas y poco dinero, luchar fue ahora, a brazo sin partir. Cenar ensalada de tomates y tomar te, fue una fiesta con ruidos en el estómago. Año a año, mes a mes, semana a semana, prosperaron y crecieron y se amaron, discutiendo y llorando, proyectando y concretando. Los hijos vinieron, entre pausas y desgarros. Con sinsabores y alegrías. Con estupor y garra. Con paciencia y pasión. Con rencores y disculpas. Con alguna mediocridad y vuelos esporádicos. En definitiva, forjaron un sueño y una vida con pelos y señales. No vio el semáforo porque hacía mucho tiempo que le costaba distinguir la vigilia de lo otro. Morir atropellado por ese colectivo es quizás menos azaroso de lo que parece.
basado retrato D.F. Sarmiento.
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