lunes, 1 de agosto de 2016

Progreso

No habrá piedad. Lo supo ahí, sentado en el desparramo del suelo. El sudor desde la frente lo envolvía pero no era desde la frente más que en lo tangible. Venía como desde lejos, como desde siempre, como desde un tiempo inasequible, inaccesible, infranqueable. Por demasiado espeso y acumulado más allá todavía de la pared contra la que se  apoyaba. No era la opresión del miedo o la ansiedad. Era peor por más incierto y a la vez no eterno pero repetido desde antaño, desde mucho tiempo, desde el confín sin medida y apresado. Como algo que al nombrarlo destruye. Una revelación hecha de añicos que lastiman sin tregua ni final.
Después esperó el impacto. El viento se deshizo y el sol cayó de lleno sobre el pecho de la tarde. Fue tan lento el día y tan extenso el ruido de la puerta al quebrarse, que más de un sobresalto lo olvidó en la noche de lo efímero. No supo decir el tiempo transcurrido hasta que pasó.
No hubo piedad. Esquirlas de madera dijeron la contingencia. Abrupto y perentorio vino el espanto desde el pasillo. Un graznido lejano lo aturdio desde la frialdad del vidrio en la ventana. Después todo fue tumulto y ruidos de sombras de pasos agigantados y casi dúctiles como el rebote del sol en el mueble más antiguo de la habitación.
La transformación sobrevino entonces.


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