El Bachero
Es un
mediodía caluroso en Chacabuco.
Jorge Suárez amontona troncos y palitos,
alrededor de una
botella
cubierta de papel de diario. Después retira la de litro y un
hueco
cilíndrico se forma para airear el fuego del asado. La parrilla
es chica y
no está del todo limpia. Va poniendo las saladas
costillas y
lo enjuto de la mirada, le reconcentra los párpados en el
ardor del
humo. Suena el timbre con un sordo estampido y leves
chispas
brotan desde la fogata contra la claridad del día. Conduce
al vecino
por una puerta lateral, hasta el abarrotado y pequeño
patio
trasero. Todos aquí parecemos conocernos, piensa Roberto
Pérez, pero
lo cierto es que cada cual vive metido en las propias
cosas. Es
un modo de vida al que está acostumbrado y no le
disgusta.
Así ha sido desde siempre y así es como funciona.
Acaso esa
ilusión de independencia lo tranquiliza y le deja un
sabor de
normalidad. Trabaja como lavacopas en un restaurante y
lleva una
vida bastante precaria y solitaria. Por eso es que esta
invitación,
hecha casi como de casualidad y al pasar, lo sorprende
un poco y
le presta un dejo de curiosidad. Los vecinos son una
familia
numerosa y aunque no ha visto más que recato y
cotidianos
movimientos surgir desde la casa, percibe en el otro un
cierto halo
de misterio que lo envuelve como una niebla fina. Hay
noches en
las que se oye música hasta altas horas de la madrugada
pero no
existe en eso nada desusado ni fuera de lo corriente. Los
sonidos
brotan desde el interior del hogar aledaño casi como
aislando al
grupo de personas en un cono de estridencia
sin
alegría ni
contento. En noches así, una especie de furia sin límites
ni
contornos se expande en turbios ecos que traen y llevan un aire
denso y
apretado.
Este barrio argentino donde las culturas se
entrecruzan, deja
espacios
para matices y voces provenientes de otras provincias o
de otras
tierras. Suárez tiene, al parecer, dos hermanos casi de su
misma edad
y conviven con ellos algunas mujeres a las que se las
ve muy
poco. Minas de su casa, poco gustosas de salir, piensa
Roberto.
Quizás algo no demasiado distinto a todo el resto de la
población
de esta ciudad.
-Acá
el que no duerme salió- dice el anfitrión, con una
voz ronca y cortante.
Aunque
está alto allá en el cielo, el sol parece más cercano
con una especie de carácter estático que inunda
holgadamente el
sopor del barrio.
-Está bien fría- dice Suárez, ofreciéndole un
vaso de cerveza.
Mientras el humo asciende crepitante y ondulado desde la
parrilla, Roberto se sienta y bebe en sorbos
lentos y medidos. El
costillar va dorándose con leves saltitos acaso
indiferentes y
todo alrededor el césped no recibe ninguna
brisa suave que
atempere el tórrido clima.
-Mi nieta está enferma- soslaya el correntino,
sin que Pérez le
pregunte nada. Lo mismo que casi todo el
vecindario, lo ha visto
más de una vez con la niña en el
supermercado.
-¿Algo grave?- le pregunta, esgrimiendo un
gesto de sorpresa.
-No qué va, un poco de fiebre nomás- contesta
Suárez y
automáticamente le da la espalda para controlar
la cocción del
asado.
-Si molesto…- dice ahora Roberto pero el asador
no lo deja
continuar.
-No vecino. Está en cama. No te va a contagiar,
no te
preocupés- le suelta y una breve risita se oye
entre el
chisporrotear de las costillas.
Sin
embargo Pérez apenas sonríe y aunque en ese momento no
piensa
en el hecho extraño de la fiebre durante el verano, tiene
un oscuro escozor que le recorre el cuerpo. El
otro gira hacia él
y de pie, fugazmente, lo mira. Con la parrilla
dándole casi a la
altura de la cintura y un atizador de fierro
entre las manos, se
desprende de la voluminosa mole de su estatura
una
indeterminada sensación de crueldad. Ahora el
invitado se cruza
de piernas y sin evitar la fugacidad de la
mirada, toma un trago
y apoyando el codo sobre la mesa de plástico se
sujeta el
mentón con la palma de la mano que va
cerrándose. Suárez hace
otro movimiento breve, deja el removedor al
costado de la
parrilla y sobre una tabla va sacando el asado.
Una vez listo, la
deja en el centro de la mesa, y yendo hacia un
stéreo algo viejo
y desvencijado, oprime una tecla y brota al
instante una gutural
música de chamamé. Si no fuera por esto, el
almuerzo
transcurriría en completo silencio y quizás un
rumor de pasos
quedos y voces apagadas vendría a impregnar el
patio desde las
profundidades de la casa. Silencio inexistente
que además de la
música, rompe el bachero con un exabrupto.
- Son
muchos en la casa- asevera y lo mira sin pestañear.
- Así
es más fácil- responde en un tono de vaguedad dura el
correntino.
-¿Busco el chimichurri?- pregunta el invitado, incauto pero
decidido.
-Quedate tranquilo. Ahora lo traen- contesta Suárez entre
nervioso y amenazante.
-¿Quién?- arremete Pérez y vuelve a llevarse la mano que
había retirado hacia el mentón.
-Mi
hermano- dice como en un estallido y yendo hacia el
stéreo, sube el volumen. – Equipo de mierda-
exclama soez y le
da un puñetazo al mismo tiempo que mira al
vecino. Después se
incorpora y da unos pasos breves y rápidos por
el patio,
mientras grita con una mirada desencajada.
-Trae
el chimichurri Juan. Apurate che.
A
pesar de este mediodía caluroso, Roberto siente un frío sutil
que lo estremece. Otro hombre de casi la misma
edad y
apariencia que Suárez irrumpe desde la puerta
saludando con un
movimiento de la cabeza. Deja el pequeño
recipiente que
contiene un líquido rojo y espeso sobre la
mesa. El mismo emite
un sordo ruido metálico que casi acalla la
aparente voz
mesurada de Juan.
-Acá
tenés, que tanto apuro- le dice al supuesto hermano.
Después va hasta la parrilla y se sirve un pedazo de carne
entre dos mitades de un pan. Vuelve a
introducirse en la casa
dando un portazo que es como el reflejo del
estupor en la cara
de Roberto. Ahora Suárez está de pie detrás de
él y con los
brazos en jarra sobre la cintura, le dice como
una orden.
-Comé
que está bien dorado-.
Pérez da media vuelta el cuello. Lo mira
sinuoso. Toma un pan
de la mesa y también se pone de pie. Quedan uno
al lado del
otro, sin mirarse ya y de costado.
-Sentate- dice el dueño de casa con la misma voz cortante y
ronca de antes.
-Estoy
bien así- contesta el bachero y se sirve un costillar.
Almuerzan así, de pie y moviéndose de tanto en tanto para
buscar los vasos. El diálogo que sigue no deja
de ser tenso
aunque se vuelve más rutinario y acaso
abstracto. Suárez lo
interroga sobre el trabajo y Pérez contesta
casi en monosílabos.
Después fuman cada uno un cigarrillo entre
miradas esquivas y
se mueven por el patio escrutándose y
escrutándolo casi todo. El
horizonte es claro y el calor aumenta con el
movimiento de la
tierra que va como acercándose a los fuertes
rayos del sol.
El
asado dura alrededor de tres horas y Roberto Pérez siente
alivio cuando se despide para hacer la siesta,
deseándole una
pronta recuperación para la nieta. Ese alivio
es momentáneo y
dudoso. Cuando llega a su casa, primero se
queda ensimismado
como queriendo asimilar las extrañas
sensaciones que le dejó
este almuerzo. Se sienta en el borde de la cama
y alguna
preocupación lo deja cavilando. Hasta que se
pone de pie y
camina con pasos breves y rápidos por las
distintas
habitaciones. La inquietud le impide dormir
aunque siente un
peso oscuro que lo va invadiendo desde los
hombros. La
ingravidez y la calma provinciana, le resultan
ahora aparentes.
Alguna reconcentrada percepción, le va
diciendo, casi entre las
resquebrajaduras de las paredes, que en esta
próxima noche
tardará un poco más en conciliar el sueño.
Despierto en la
perplejidad de la tarde, va hasta el teléfono y
marca el número
de una de sus hermanas que vive en la provincia de Santa Fe.
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