sábado, 2 de marzo de 2019

Epifanía


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                            "… Y la muerte no tendrá dominio…”
                                                                          Dylan Thomas

-       Tercer vagón. Primer asiento.
   Se oye la voz cascada del anciano en el casi tibio mediodía de
agosto. Hay poca gente en la estación y aunque el barrio no es
pobre ni marginal, varios negocios permanecen cerrados. La
anciana que le da el brazo y lo conduce hasta el pata e’ fierro, como
lo llama él, es alta y flaca. Así es que el viejo parece un poco un
niño perdido y confundido entre la escasa multitud. Los restos de
una tableta de cafiaspirina, revolotean bajo, entre el espesor algo
ventoso del día. Ahora el tren sigue su cotidiano recorrido.

   El niño juega con un títere, sentado en el suelo cálido de la
habitación. La madre no lo pierde de vista pero está tranquila,
mientras manipula sus herramientas para las artesanías. El frío
atardecer se va volviendo más silencioso con el correr de las horas.
Ella hace y deshace, recorta y teje, pega y cose, dándole forma y
contextura a un duende con triste fisonomía y grandes ojos
asombrados. Ahora el chico la interrumpe, aburrido del pez de
colores que es el títere y le pide una guitarra. La mamá la
desenfunda y emite una breve risa porque el tamaño del
instrumento excede al de su hijo. Sin embargo, él no se arredra ni
se hace eco de la algarabía más que con una leve sonrisa.
Improvisa algunos tonos y el invierno ya es casi primavera, porque
algo así como un cono de mesurada luz, se forma entre la casa y
las dos personas que la habitan.

   Monótono y duro avanza el tren. Cuando pasa por debajo de un
puente oxidado, una imagen de espanto recorre este nebuloso
lunes. Predomina un color amarronado y la anciana señora piensa
que todos los pasajeros despiden una expresión de callejón sin
salida, de resignada cotidianeidad hecha de paciencia, dolor y
sobresaltos. Sin embargo, lo que abunda es una generalizada
sensación de indiferencia. Nadie mira a los ojos de nadie. Apenas
se escrutan unos a otros, de soslayo, y la atmósfera se vuelve
esquiva. En soledad o en grupos pequeños, el medio de
transporte es algo así como una entera reproducción de la ciudad.
Ahora el anciano se dice para si mismo que la rústica vaguedad del
aire emite acaso una forma benigna y natural de viajar. Recuerda
los ya lejanos años de juventud y se le ocurre que la ceguera
estaba ya implícita en él, cuando deambulaba, ebrio de alegría,
hacia la incierta posibilidad del amor febril. La mujer mira distraída
por la ventanilla y entre la tibieza del sol invernal, dice con suavidad.
   - Que linda mañana.

   El niño deja la guitarra y pide instrumentos para dibujar. La madre
le pregunta si hizo los deberes y toma un cuaderno de tapas
blandas. El contesta que sí y se queja porque no quiere ir a la
escuela. En la cara hay una expresión de picardía y una hermosa
sonrisa amplía la dicha de los dibujos. Las figuras humanas que va
trazando a lápiz le salen con bastante facilidad. Pende en el aire, un
diálogo de ausencia y distancia. La mamá lo llama hasta la falda y
con suficiencia y ternura va haciéndole cosquillas. Conocedora del
desgarro y del dolor, tiene en la hermosa fisonomía del rostro, las
huellas de las lágrimas derramadas. El padre vive en otro país y
está cuadripléjico a causa de un accidente. Los movimientos de ella
son lentos y medidos, casi tanto como los últimos años de tristeza,
mediante los cuales fue llegando a este presente de reconstrucción
y prudencia, junto a su novio que vive en un pueblo cercano.
 
   Fue con el impacto que se movieron los cimientos del convulsivo
tren. Gritos de terror, incendios y corridas. Amontonados los
vagones como un acordeón destrozado, entre fierros, plásticos y la
pared. La fina lluvia que cae perpendicular, vuelve menos sombrío,
el ensangrentado mediodía.
   Ahora el niño dibuja y pega cartones sobre una madera. Verdes
claros y oscuros para una pradera rocosa y un azul de sueño en el
río que discurre a orillas de las grises vías. Dorado sobre la vertical
superficie de otra maderita, pintada de rosa y rojo en lo alto y otro
verde en el resto, expone un sol tan radiante como cálido.
   Los cuerpos mutilados entre vidrios y asientos que volaron
fugaces, remarcan la aparente inexistencia, la atroz figuración de
una pesadilla vuelta realidad. Las vigas flojas del suelo hacen
temblar las viviendas más cercanas a una de las estaciones. El
choque se produjo en la de llegada. Durante un segundo
inverosímil, cuentan los sobrevivientes, el estruendo irrefrenable y
descomunal de la informe estructura se les vino encima.
Rememoran como pueden el espanto de los fierros incrustados en
la piel.
   La locomotora es negra y el chico elige un diseño antiguo. De
esas trompudas, le dice a la madre. Todos los vagones los pinta de
blanco. Arma y desarma, entre cartones y témperas. Poco a poco la
maqueta va tomando forma, mientras busca diversos tonos tierra
para las sierras. También le agrega cabras, vacas y algun que otro perro.
El trencito quiere pintarlo con acrílico para que resalte un poco más 
que el paisaje. Le lleva semanas la construccion y roturas y llantos
de bronca y pataleos y hacelo vos mama que esto es muy dificil.
   El horror parece carecer de tiempo y es acaso inexplicable como
la misma muerte. Inesperado y voraz, sumerge a la razón en un
oscuro abismo inolvidable. Brilla la negrura con matices de blanco
en la locomotora bajo la lámpara de la mesa. Le falta el humito, dice
el niño y busca el pincel y más cartón. Ahogados por debajo de los
incendios sofocados, las camillas y las ambulancias, no dan abasto
para todos los heridos. Gritos, llantos, sonidos de teléfonos, alarmas
y bocinas repercuten desesperados por entre el espesor de la
sangre y el fuerte olor a quemado. Es un atardecer impecable y rojo
en la maqueta. Los pinceles huelen a otoño soleado, a salamandra
en invierno, a manos que se agitan en procura del aire. Ahora la
madre toma una cámara de fotos y la hace funcionar, sonriente y
orgullosa, desde varios ángulos, hacia la creación de su hijo. En el
anteúltimo vagón de un tren ciudadano, una señora flaca y alta,
sacude levemente del brazo a un anciano ciego que despierta con
la frente bañada en sudor.
-       Llegamos- le dice, mientras lo conduce hasta el bullicioso
andén.

   La locomotora negra arranca con languidez. Un viejo no vidente
emite los pocos mensajes telegráficos que requiere el paseo
turístico de cada año. Un adulto parsimonioso que alguna vez fuera
un niño sonriente y asombrado, dibuja paisajes en movimiento
desde la ventanilla de un vagón, situado en la mitad del tren. Una
señora flaca y alta, maneja la caja registradora, detrás del
mostrador de un vagón que también es un bar. Una madre tan
bonita como esta tarde de verano, recibe un mate que el marido le
ceba, en el puesto colmado por hadas y duendes de la feria
artesanal. Para la delgada señora y el anciano ciego, un extraño
día, el tiempo se detuvo. Los trenes pasaron más veloces que la
gente y un olor de agua estancada les sugirió este móvil museo.
Eso fue después del hundimiento de las estaciones. Por aquellos
días nadie creía en tales hundimientos, porque los escombros
volvían a emerger con sospechosa rapidez. No es posible que
existan sustracciones repentinas pero que las hay, las hay. Solían
decir los vecinos con un dejo de macabra burla que acaso ocultaba
un temeroso pesimismo. Hoy como ayer, escasea la risa entre las
calles y el prudente silencio de quienes dirigen el extraño tren
museo, nada dice acerca de la verdadera procedencia de los
empleados. El trayecto de la máquina es breve y para el dibujante
que lo recorre con obsesiva y concentrada mirada, significa algo
más que captar un lindo paisaje. Algo así como una propia ajenidad
se refleja en el confín de un arroyo en la montaña. No por acotada
es menos intensa la búsqueda que quiere delinear lo inclusivo de un
futuro. Un carrito alado ofrece también atrapasueños y mates
electrónicos autocebantes desde su propulsión en el ahora
anochecer de un estío inquebrantable. Niñez, adultez y vejez
conjugan el horizonte de este universo, cuyas grietas no impiden la
profundidad de los caminos armónicos y apasionados del amor. 


                                                                

0 comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio