martes, 9 de octubre de 2018

Naturaleza

   Tenia los ojos inyectados en sangre. La garganta ardiendo de tabaco rancio. En la boca y en las palabras un regusto a veneno y venganza. Los puños contraídos y arqueado el entrecejo. El odio lento pero indiscriminado. Otra vez la cacería había sido nula. Volvía al campamento con las manos vacías y una reconcentrada furia. La tarde se había ido y empezaba a apretar el frío. El plateado filo de la luna, brillaba en el contorno de los árboles. Fueron casi dorados en una hora más temprana. Igual que la piel de oso que quería tener. Como las escasas hojas que en otoño se arracimaron en desperdigada multitud.
   Al llegar, dejó el fusil y la mochila sobre una mesa improvisada  de ramas verdes en el suelo. Encendió un fuego de pocas proporciones. Todos sus movimientos llevaban un sigilo desmedido. Fue hasta la carpa que antes había abierto. Buscó latas de alimento. Las agujereó con su cuchillo único y multiforme. Sentado en un tronco, se llevó la comida a la boca, mirando las superficies obturadas del recipiente. El bosque era ahora negrura y acechanza. Sonidos quedos de pájaros ocultos. Chirriar tímido de indiscretos insectos. Con la manga de la camisa, se limpió los restos de la cena incrustados en la cara. Avivó el fuego con un palo. No miró el cielo ni los árboles. Se dejó las botas puestas y eructó profundo hacia la vastedad del aire. Después se recostó vestido en la bolsa sin abrir. No le importó la intensidad de la fogata y toda su actitud era impostura y desafío. Sin embargo, sintió frío más allá de la dura costra del cuerpo tendido. Pensó que si algún animal lo atacaba durmiendo, gustoso moriría. Casi lo deseó, mientras iba adormeciéndose. Soñó con cuerpos ensangrentados y trozados por mosquitos que los ordenaban en viejos frascos de caramelos. Soñó pedazos del propio cuerpo pugnando por entrar en los mismos frascos. Soñó que era los ojos de todos los mosquitos. Soñó que era un frasco inútil y partido. Después apareció la caramelera entera, una ventana modestísima de un antiguo almacén, una señora de anteojos gruesos, un niño que no llegaba ni en puntas de pie hasta la ventanita, el reflejo del sol sobre los vidrios casi limpios del negocio y finalmente, el tenue calor del bosque le estiró los párpados y fue despertando tan despacio que no se dio cuenta sino hasta sentir el peso de los brazos en el cuerpo.
   Desayunó a la intemperie, tabaco y mate amargo. Escupió los restos del sueño y lo injerido sobre la apagada fogata. Cerró la carpa torpemente. Se calzó la mochila. Agarró el fusil y obturó el aire del bosque con un paso firme y decidido. Los pájaros cantaban como respondiendo al frío de la mañana. No los escuchó. Iba despacio pero sentía apuro. Quizás le parecía estar corriendo, ansioso por matar al oso. Con los dientes apretados y un puño cerrado hacia abajo, caminó con la mirada recta y la mente congelada como el hielo.
   Ocurrió en un claro del oscuro bosque. El oso dormía desparramado contra un árbol. Un crujido salió de la boca casi imperceptible. Quizás los pasos del cazador lo despertaron. Quizás se puso alerta en la luminosa mañana. La detonación fue breve y estentórea. Ahora sí, el oso rugió con fuerza. Si fue dolor o furia al hombre no le importó. Se incorporó tambaleándose y todo el cuerpo fue desesperación y rabia. Arremetió ciego sobre la figura humana que fue volviéndose borrosa. El ardor en la herida le quemó las entrañas y el ímpetu inicial de los pasos, decreció hasta volverse lenta caída. Los manotazos en el aire no descomprimieron la brisa fresca proveniente de los pinos màs cercanos. Cuando el pesado cuerpo del oso cayó rotundo y boca abajo sobre el suelo del bosque, el cazador distendió las facciones de la cara y muy despacio fue acercándose hasta su víctima, sin dejar de apuntar con el fusil humeante. La inmovilidad del animal no fue total sino hasta unos segundos después. El disparo había sido certero y completo. Hurgó en la herida con la punta del arma. Corroboró el estado de su presa. Hizo el fusil a un lado. Calculó la distancia hasta el campamento. Acomodó todo en la mochila y con mayor determinación, se lo cargó sobre los hombros. Ahora sí, satisfecho con su orgullosa captura, el oso descendió por la oscura caja del ascensor.  


   

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