Oìdos de mujer
Diez años atràs incrustados en el presente. Quizàs menos. Todo resplandece alrededor porque los rostros brillan de felicidad. Aunque son instantes y las brumas se insinùan y el espacio, gradualmente, va cerràndose.
La calle abre las perspectivas. No sè si hay un sol que deslumbra, pero Juanjo y Pablo hablan de canciones. Cantan pedacitos, emocionados, mientras caminan sin ver por donde. Al menos Pablo, que aunque mira alrededor, va evocando, en su mente, los videos y las letras. Entusiasmado, de pronto se detiene porque su amigo hace lo propio.
Hay una puerta gastada, una madera carcomida y endeble, rodeada por paredes descascaradas, amarillentas y sucias. Se abre por un hombre flaco y joven que sale a la vereda. Es joven, aunque el cuerpo y sobre todo la cara, parecen decir todo lo contrario. Màs consumido que flaco, el rostro es como una madera astillada. Se dirìa que es una prolongaciòn de la puerta.
Pablo retrocede, ganado por un repentino y absurdo temor. El hombre avanza unos pasos, con los ojos puestos en un vacìo indescifrable.
Hay una viga, tambièn de madera, entre uno y otro. Parece una imagen de pelìcula vieja, del lejano oeste, y sin embargo contiene el peso palpable del presente. El primero quiere seguir tranquilamente por la calle, que es de tierra, que està reseca, que es opaca, que el brillo del sol va cuajando y dotàndola de modestos reflejos. Lo hace, aunque sin dejar de mirar hacia atràs, hacia el amigo, (que sonrìe y mira perplejo), hacia la extensiòn de la calle. Y desde la puerta irrumpen rostros, cuerpos, personas. Tienen un aspecto desquiciado y son flotantes los movimientos. Pablo apura el paso. Algunos perros caminan con indiferencia y tranquilidad. No hace calor, pero el sol golpea sobre la superficie de todo. Pablo no puede alejarse, aunque lo intenta. La agitaciòn es directamnete inversa a la velocidad del movimiento de la escena. De repente, uno de los flacos y demacrados hombres se acerca y abriendo los ojos con una desmesura digna de su aèreo cuerpo, le dice:
-El diablo es sencillo-.
Repiquetea un desvencijado ventilador hendiendo las sombras de aquella sofocante habitaciòn. Con los ojos abiertos en desmesura, un hombre contempla como en espejo la faz redonda de la luna. Hay fuego en la pared que despide azules rayos con vehemencia. Està el aire tan estancado que absolutamente todo, adquiere un peso sobrehumano. Una autopista casi inverosìmil atraviesa el espacio en diagonal. Desde esa plataforma, un bombero arroja serpentinas de brillantes colores y ademàs canta un viejo rock pasado de moda. El hombre, en una exagerada actitud de melodrama, se tapa los oìdos y le pide que se calle, que por favor se calle. Sin embargo, no hay sonido alguno pues el otro hombre sòlo gesticula y ahora la boca es màs grande que la cara. Entonces el hombre se pone de pie, saltando de la vieja cama de hierros carcomidos. Le tira un fuerte puñetazo y lo derriba de la autopista pero la boca queda suspensa y un fètido olor emana de ella. Mientras tanto, el fuego se expande por la pequeña habitaciòn y por entre las perseguidoras llamas surgen dòlares como sàbanas.
Ahora el torturado toma una caña de pescar y la incrusta en esa boca que se transforma en una balsa y detràs suyo un billete abre los brazos e intenta ahorcarlo. Por suerte lo rechaza con un sùbito reflejo pero la caña se le cae de las manos y la balsa le golpea la cabeza, abrièndole una herida. Es la sangre, su propia sangre la que apaga el fuego y cubre la superficie visible de la balsa.
El bombero pisotea el charco rojo que cruje y al crujir forma un grito que rebota en el espacio porque el fuego devorò las paredes. El grito es unànime y lastimero.
-Hoy como ayer. Hoy como ayer- dice y se agita en un estertor convulso.
Desde la repugnante sangre emana entonces un jazmìn que huele a bebida energizante.
Maniatado de pies y manos en la desvencijada cama de hierro, el hombre contempla la luna, completamente azorado. Asì, en esa posiciòn pasan diez años y allà, en el perfecto astro plateado, se refleja el hermoso rostro de una mujer que se va desvaneciendo para convertirse en mùltiples caras masculinas. Algo, poco a poco, comienza a dar calor y a iluminar la habitaciòn pequeña.
Juanjo, Pablo, el hombre flaco y el bombero enhebran todos los billetes verdes y rehacen aquella balsa que navega con una extraña propulsiòn sobre las delicadas llamas. El otro, el maniatado se rìe, estrepitosa y absurdamente se rìe. Cuando todas las figuras que quisieron o acaso fueron o son personas le traspasan el cuerpo, el hombre comprende la triste soledad que debe sentir el diablo.
La calle abre las perspectivas. No sè si hay un sol que deslumbra, pero Juanjo y Pablo hablan de canciones. Cantan pedacitos, emocionados, mientras caminan sin ver por donde. Al menos Pablo, que aunque mira alrededor, va evocando, en su mente, los videos y las letras. Entusiasmado, de pronto se detiene porque su amigo hace lo propio.
Hay una puerta gastada, una madera carcomida y endeble, rodeada por paredes descascaradas, amarillentas y sucias. Se abre por un hombre flaco y joven que sale a la vereda. Es joven, aunque el cuerpo y sobre todo la cara, parecen decir todo lo contrario. Màs consumido que flaco, el rostro es como una madera astillada. Se dirìa que es una prolongaciòn de la puerta.
Pablo retrocede, ganado por un repentino y absurdo temor. El hombre avanza unos pasos, con los ojos puestos en un vacìo indescifrable.
Hay una viga, tambièn de madera, entre uno y otro. Parece una imagen de pelìcula vieja, del lejano oeste, y sin embargo contiene el peso palpable del presente. El primero quiere seguir tranquilamente por la calle, que es de tierra, que està reseca, que es opaca, que el brillo del sol va cuajando y dotàndola de modestos reflejos. Lo hace, aunque sin dejar de mirar hacia atràs, hacia el amigo, (que sonrìe y mira perplejo), hacia la extensiòn de la calle. Y desde la puerta irrumpen rostros, cuerpos, personas. Tienen un aspecto desquiciado y son flotantes los movimientos. Pablo apura el paso. Algunos perros caminan con indiferencia y tranquilidad. No hace calor, pero el sol golpea sobre la superficie de todo. Pablo no puede alejarse, aunque lo intenta. La agitaciòn es directamnete inversa a la velocidad del movimiento de la escena. De repente, uno de los flacos y demacrados hombres se acerca y abriendo los ojos con una desmesura digna de su aèreo cuerpo, le dice:
-El diablo es sencillo-.
Repiquetea un desvencijado ventilador hendiendo las sombras de aquella sofocante habitaciòn. Con los ojos abiertos en desmesura, un hombre contempla como en espejo la faz redonda de la luna. Hay fuego en la pared que despide azules rayos con vehemencia. Està el aire tan estancado que absolutamente todo, adquiere un peso sobrehumano. Una autopista casi inverosìmil atraviesa el espacio en diagonal. Desde esa plataforma, un bombero arroja serpentinas de brillantes colores y ademàs canta un viejo rock pasado de moda. El hombre, en una exagerada actitud de melodrama, se tapa los oìdos y le pide que se calle, que por favor se calle. Sin embargo, no hay sonido alguno pues el otro hombre sòlo gesticula y ahora la boca es màs grande que la cara. Entonces el hombre se pone de pie, saltando de la vieja cama de hierros carcomidos. Le tira un fuerte puñetazo y lo derriba de la autopista pero la boca queda suspensa y un fètido olor emana de ella. Mientras tanto, el fuego se expande por la pequeña habitaciòn y por entre las perseguidoras llamas surgen dòlares como sàbanas.
Ahora el torturado toma una caña de pescar y la incrusta en esa boca que se transforma en una balsa y detràs suyo un billete abre los brazos e intenta ahorcarlo. Por suerte lo rechaza con un sùbito reflejo pero la caña se le cae de las manos y la balsa le golpea la cabeza, abrièndole una herida. Es la sangre, su propia sangre la que apaga el fuego y cubre la superficie visible de la balsa.
El bombero pisotea el charco rojo que cruje y al crujir forma un grito que rebota en el espacio porque el fuego devorò las paredes. El grito es unànime y lastimero.
-Hoy como ayer. Hoy como ayer- dice y se agita en un estertor convulso.
Desde la repugnante sangre emana entonces un jazmìn que huele a bebida energizante.
Maniatado de pies y manos en la desvencijada cama de hierro, el hombre contempla la luna, completamente azorado. Asì, en esa posiciòn pasan diez años y allà, en el perfecto astro plateado, se refleja el hermoso rostro de una mujer que se va desvaneciendo para convertirse en mùltiples caras masculinas. Algo, poco a poco, comienza a dar calor y a iluminar la habitaciòn pequeña.
Juanjo, Pablo, el hombre flaco y el bombero enhebran todos los billetes verdes y rehacen aquella balsa que navega con una extraña propulsiòn sobre las delicadas llamas. El otro, el maniatado se rìe, estrepitosa y absurdamente se rìe. Cuando todas las figuras que quisieron o acaso fueron o son personas le traspasan el cuerpo, el hombre comprende la triste soledad que debe sentir el diablo.
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