Tranvía del sur
La mañana
despunta levemente sobre la ciudad. Etelvina Grinch se pinta los labios de un rojo furioso. Lo hace con cautela y sinuosidad. Por momentos le desagrada el dibujo que el rouge le da a la boca. Esgrime una mueca. Se quita el maquillaje, oprimiendo un pequeño pañuelo de papel. Las comisuras en la cara acentúan una determinada expresión de dolor, de rabia, de consternada zozobra. Acerca de nuevo el pequeño espejo hasta la boca y entre algún temblor y algún suspiro, remarca la coloración de los gruesos labios. Del otro lado del océano, un avión mediano remonta vuelo. Con lento despegue va introduciéndose en la inmensidad del casi nocturno cielo del atardecer. Para la secretaria Etelvina Grinch otro rutinario día comienza en el tranvía que la lleva hasta la sobriedad del porteño estudio jurídico. Durante el
trayecto, lee con fruición las frescas noticias del diario que todas las mañanas le dejan por debajo de la puerta casi como si fuera un silencioso intruso.
Allá, en el viejo continente, el viaje sucede sin
sobresaltos. En el comienzo de la noche llega hasta el aeropuerto portugués. Mientras tanto, la mujer pasa recados y ordena una agenda
después del almuerzo laboral. La tarde transcurre monótona y tranquila. Etelvina piensa que es una suerte tener un trabajo que la
distrae un poco de la
tristeza y la melancolía. Volvió hace poco de las
vacaciones por Europa. Esta vez la ruptura con el cabo Caruso es definitiva. Entre idas y vueltas, el noviazgo con proyecto de casamiento duró tres largos años. Para ella, Gustavo Caruso ya no es el
mismo que conoció. El otrora cabo del ejército italiano, es hoy
secretario del
general y ministro fascista Pietro Giesso. Aquel joven
era idealista y le gustaba discurrir sobre derechos igualitarios. Hablaba de explotación, de pobreza, de la torva injusticia de
sufrir hambre, desprecio y excesivas
privaciones. Los breves y
rápidos años lo fueron mutando hacia un duro egoísmo que forjó y decantó
en la decepción de Etelvina. Ahora trabaja en un modesto
estudio jurídico con su tío paterno, quien convenció a sus padres del
alejamiento de Italia. Allá la desocupación arreciaba y carcomía la
inestable economía de la familia. Atardece en Buenos Aires y ella, en el
tranvía de regreso a su casa, piensa que la vida le
hizo adquirir una mirada algo más sureña sobre el mundo. En la ciudad de
Sintra ya es noche cerrada y en el lujoso hotel que alberga a la
comitiva fascista, Caruso bebé a sorbos el último whisky. De pie ante la
suntuosa ventana, deja vagar los fríos ojos por entre las
fuertes luces de la
calle más cercana de la despoblada plaza. Mañana el
avión partirá temprano hacia Roma y acaso aturdido por la nueva
posición social que le fue designada, el antiguo cabo piensa que los
prejuicios y la cobardía no la dejan a su ya ex novia disfrutar de
este espléndido presente. Hace un rápido gesto con la mano sobre la
cabeza, como si procurara alejar todo recuerdo y poco a poco el sopor
lo lleva hasta el baño, hasta el sueño, hasta el aparente y pesado
olvido. Después de una cena frugal y casi silenciosa, en una de las
habitaciones del pequeño departamento porteño donde vive una reducida
familia de tres personas, la secretaria Etelvina Grinch se quita
sin apuro el maquillaje. El cuarto carece de grandes espejos.
Sosteniendo la cajita con la mano izquierda va limpiando el rostro de
afeites. Dos lágrimas lentas y tardías le recorren las mejillas y
la dejan ensimismada, sentada ahí sobre la pequeña cama,
escudriñando las angostas y frágiles paredes. Después se pone de pie
con agraciados movimientos y no sin antes lavarse los dientes, busca
la horizontal tibieza
de un sueño manso y reparador.
Cuando el
diario de la mañana siguiente se inmiscuye por debajo de la puerta, Etelvina lo levanta y lo recorre casi
con indiferencia. Otro día rutinario y gris transcurre en la modestia de
su existencia. En el mediodía europeo una lluvia fina y neblinosa
vaga por el acerado cielo. La leve intensidad de la tormenta no
impide que el avión con veinte pasajeros despegue del aeropuerto de
Sintra. Los labios rojos pintados de la secretaria, graciosamente
sonríen cuando ve en la vereda a una de las vecinas tironeando del
brazo de su hijo, que se queja porque no quiere ir a la escuela. También
es roja la luz
de una de las antenas que se yergue sobre un edificio
europeo. Pero hoy no titila y entre la neblina que cubre el
horizonte, el avión fascista choca contra ella. El impacto causa una
ruptura en el motor y el piloto se afana, desesperado, por controlar el
forzoso aterrizaje en las inmediaciones de Amadora. No es posible evitar
el incendio de una de las partes del avión. Después de aterrizar
bruscamente, de entre los veinte pasajeros se registran tres víctimas.
Entre ellas está el secretario del ministro Giesso, Gustavo Caruso. En un lejano y cadencioso tranvía del sur, una mujer mira pasar los
árboles en la soleada mañana. Al otro día leerá la cruenta y para
ella, ambigua noticia. Si acaso existe una justicia poética,
Etelvina no lo sabe. Recorta y pega, quizás con algún extraño
remordimiento, la noticia del diario, por debajo de su pequeño espejo. Seguirá
maquillándose y evitando a lo largo de los años, los bruscos
desplantes de la ciega ambición del poder.
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