lunes, 6 de junio de 2022

Paseo

Alargando el cuello, puedo curiosear por sobre los muros de cemento crudo, mientras espero a Iris y a los chicos. Las imágenes que veo no son nítidas por mucho que se repitan, simétricas. Personas enjauladas, más o menos harapientas o no. Árboles de una hermosa dimensión y más arriba, el cielo, claro. No es mucho lo que alargo el cuello, apenas un poco y ya estoy ahí, atisbando este espacio. Con el natural privilegio que la naturaleza me dio, distingo a todos estos pobres seres tan torturados y caprichosos. Ahí llega mi compañera con estos dos angelitos que más les vale que se porten bien. El más chico renguea todavía. Ya va a aprender a enorgullecerse de su porte,  sin alardear, ni dar lástima ni andar haciendo aspavientos. 

   Iris no me saluda al llegar. Está enojada porque hubiera preferido un buen desayuno en familia antes que este paseo. Vino a  regañadientes, según las apariencias pero yo sé que la curiosidad nos empareja, que ella también quiere ver qué está pasando y de qué se trata este lugar. Y además que Pocholo y Gervasio (así se llaman nuestros hijos) también puedan ver y discernir qué es todo este armado de gente encerrada y expuesta a nosotros con la mediación tan extraña de jaulas y pozos de agua. 

   -Dale Rosendo, qué mirás?- dispara Iris ni bien cercana. Es un encanto mí mujer. Nos conocimos en la selva y hace tanto ya que estamos juntos, que nos sabemos a pie juntillas (valga la expresión!) cada gesto y cada humor de todos los días.

   -Contemplo la inmensidad- le respondo y un bufido se vuelve obvio. Para mí es como una caricia. Tanto la conozco que todavía me asombra su palabra precisa y su andar decidido de jirafa curtida.

   -Se nos hace tarde, nabo- dice y es como un poema resonando en la tarde plácida.

   Finjo apuro y alzo en brazos a Pocholo para afirmar mi actitud resuelta. El me deja hacer, casi indiferente y así vamos hasta la entrada principal del enorme predio. Si me demoro en contar el ingreso, no es casual ni adrede. Nuestro humor o el que yo intento transmitir no parece suficiente ni acorde a las energías circundantes. En fin, que allá vamos. Con recelo. Con prudencia. Con una incertidumbre lindante de lo absurdo y lo ridículo. No exentos ni ajenos a toda esta situación tan desusada, se nos da por recorrer cada una de las jaulas, con un orden y una prestancia casi desconocida para nosotros.

   Nos detenemos frente a la primera  y el impacto no es menor. Sobre una dura tabla duerme un hombre que grita. Se revuelve en el sueño y está tieso de espanto y desesperación. Por momentos, el grito es prolongado y después es corto, seco, como si eyectara un dolor imposible de manifestar. Lo acompañan cuatro televisores encendidos. Emiten  imágenes risueñas, sumamente calmas y de una belleza total pero plana, sin relieves, sin declives de luz  ni de sombra. Colores sintéticos cuya sutileza escapa a la contemplación. Cuando el hombre despierta, parece no registrar nada alrededor. Va hasta una cocina eléctrica,pequeña, de campamento y pone el agua a calentar pero en la jaula no hay enchufes. Igual prepara su mate y lo chupa abstraído. No sólo no se percata de nuestras existencias, ni del agua fría ni de los cables que recorren el suelo más allá de los barrotes. Tampoco recuerda una sola imagen de su sueño y todo lo que hace después es desnudarse y dejar caer lastimosamente su diarrea. A nosotros el asco nos gana pero el estupor nos detiene y conjeturo que olvida sus pesadillas porque está inmerso en una. Y se queda mirando las cuatro pantallas ubicadas en cada rincón de su habitáculo. La mirada es un movimiento igual y repetido del cuello. Mira casi sin voluntad. No hay ningún control remoto a su alcance y si lo hubiera quizás no le llamaría la atención pues los brazos le cuelgan como ramas recién cortadas.

   Nos vamos alejando muy despacio de la curiosa exhibición y apenas si oímos las arengas vendedoras de los cocodrilos con sus carritos de golosinas. Pero Gervasio y Pocholo son atraídos de inmediato y nos cuerpean dando aviso. Ganamos tiempo haciéndonos los indiferentes y avanzamos con lentitud hasta la siguiente jaula. Casi imperceptibles, nuestras frentes se elevan, buscando la suavidad y la frescura del aire. Poco nos dura esta ávida templanza porque hay pozos de agua y carteles luminosos rodeando la caja metálica. Además oímos una voz que monótona y automática dice para nadie.

   - Viazúm. Viazúm. Viazúm.

   El señor que así declama está aferrado a los barrotes y parece clavado al suelo. Los labios nada más emiten movimiento y la tensa tiesura describe toda su pantomima. Sentimos casi hasta simpatía porque detrás suyo, en el otro extremo de la jaula, hay dos hombres más, encadenados a los costados y entre sí. Descalzos  y con el torso desnudo, parecen dormir con los mentones pegados al pecho, sentados en cuclillas y con los brazos tocando el piso repleto de aserrín y restos de comida y orina y excrementos.

   - Oloroso el Humanológico- dice Pocholo y se acerca a las caderas de Iris que le acaricia las orejas y la cabeza.

   Todos los carteles que cuelgan de la segunda jaula dicen lo mismo, en letras de colores y luces que resaltan a pesar del día. "Moltíssimo piú avanti ancora". Entre los leves cubos de aserrín se distinguen llaves, baleros, Tablets, celulares y un yo-yo de madera. Cuando los zorros con gorras grises, abren la puerta y liberan a los hombres de sus cadenas, los dos se abalanzan hacia el yo-yo y se lo disputan con uñas y dientes, revolcándose y dándose arañazos y patadas hasta lastimarse y sangrar y llorando de ansias y rabia. Entonces los guardias los sujetan y vuelven a encadenarlos. Ahora los reos sonríen y se dan palmadas en los hombros entre sí, mientras el otro integrante del segundo show sigue con su rítmica letanía.

   - Viazúm. Viazúm. Viazúm.

   Aunque el espectáculo es de corta duración y se repite a cada hora de la misma forma y con el mismo resultado, muchos nos quedamos y volvemos a verlo, atraídos por algún símbolo o mensaje o misterio que queremos descifrar o aprender para no olvidarlo más nunca. Después el hambre nos reclama y entre comentarios o en pensativo silencio, buscamos el bar y la satisfacción distendida de un almuerzo alegre y tranquilo. Pedimos nuestra comida. Nos miramos un segundo con Iris y sabemos que  todo marcha sobre ruedas. Con este aplomo, con esta seguridad, me relajo un poco más y dejo ir los ojos hacia el horizonte, hacia las nubes, hacia el inmenso cielo y entonces lo distingo: se van volviendo nítidas las rejas más arriba.

   - Recién te das cuenta, papá?- dice Gervasio con su calma insospechada.

   Ahora entiendo su falta de orgullo y el pecho se me infla. También los carrillos de la cara, porque la gacela ya nos trajo el pedido y estamos almorzando. Mi hijo menor mastica despacio  y yo quiero decirle que nuestra jaula es más civilizada y razonable y está hecha de amor y comprensión pero algo detiene el sonido de mi voz. No sé si es la impaciencia de Pocholo que ya  quiere el postre o la sonrisa atenta de Iris que sin hablar, lo contiene. Y es todo  eso y mucho más lo que me induce a callar.

   El resto del paseo no deja de asombrarnos, por mucho que la prosecución de las jaulas se extienda y se hagan decorosamente mejores y hasta  incluso huelan bien. Más tarde volvemos a casa no menos cansados que tristes o con la extensa fatiga que nos da la pena y la resignación. Algunos perros ladran de cara al cielo o quizás a los gatos que corretean por los techos. Después de cenar y dormir, todavía sabremos que vamos a seguir regando nuestras flores por la mañana y acaso nos diremos que nuestra feliz manera de pasear no tiene por qué ser instructiva ni lógica  y que por suerte, todavía, se puebla de pájaros el jardín. 




Basado en ilustración de cubierta "Poesía completa. Pedro Palacios, Almafuerte".


2 comentarios:

Blogger maria angela ha dicho...

Los zoo ilógicos siempre son tristes

9 de junio de 2022, 17:00  
Blogger Pablo pioluchi ha dicho...

Gracias por leer y comentar.

9 de junio de 2022, 17:52  

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