viernes, 7 de agosto de 2020

Mi abuelo lloraba en Navidad

    El viento aulla y muerde el cielo.

   Estaba perdido y oía aplausos. Hizo una genuflexión y rompió a llover. Fue habituándose a la oscuridad circundante. Las yemas de los dedos le sangraban. Descendió por la escalera rocosa de la cueva. Sentado en el suelo, se abrazó las piernas pero el temblor no disminuyó. La tormenta fue arreciando con su furia. Recordó una lectura en público y un aplauso que sonó más estridente a los demás. Uno sólo. Estaba de espaldas a la gente. Imaginó que ese aplauso provenía de una mujer. Se sintió ciego y la pequeña multitud lo devolvió hacia el pasado. Todo era tumulto, indistinción, caras borrosas, soledad, pena y destrucción. Todo se esfumaba, se afantasmaba, se diluía de tanta precariedad. Y sin embargo, tenía la sensación de que al final era siempre la fraternidad, lo que se imponía en las humanas relaciones. Esta virtud acaso lo abrumaba, tanto como la desmedida vanidad de ser nada más que admirado. La indiferencia lo frustraba, sí, pero más le temía a la tenebrosa posibilidad de ser reconocido a cualquier precio. Entonces flotaba en la ciénaga de la inercia hasta que caía por su propio peso en la realidad del cuerpo lastimado. Se exigía cada vez más y sentía que todo era error, forzados caminos cuesta arriba, vagas abstracciones sin solución ni conclusiones. Decidió ponerse en pie y enfrentar la lluvia. Caminó entre las piedras empapándose y apretando los pocos dientes que le quedaban. Ya no hubo cuevas ni montañas ni grandes árboles. Ahora los adoquines parecían blandos por la llovizna. Amó a todas las mujeres del mundo. Quizás no quiso a ninguna. Sacudido por el viento, programó un baño caliente para no enfermarse. El apuro le pareció absurdo pero apretó el paso hasta trotar y hacer piques cortos. Hizo cuentas mentales, ridículas, sombrías y contundentes. Disfrutó de antemano los mates, el pan caliente, el tabaco y alguna relectura. Quizás pensó en un dibujo a carbonilla. Volvió sobre diálogos del pasado más reciente. Elaboró a conciencia broncas y desdenes y medias sonrisas que acaso se llevó el espanto. Cuando regresó a la cueva, hizo lo previsto. Encendió una ventana y vio caer la noche por las inmediaciones de la luna. Debajo, en los pies de la memoria sin melancolías ni recelos, sintió arder viejos árboles incendiados. Más tarde y sin apuro, millones de años se desvencijaron totalmente hacia el olvido. Fugaz y tenebroso, trinó a lo lejos, un pájaro acatarrado. En las rodillas creyó sentir espasmos y un carraspeo en la garganta lo devolvió a la contemplación del techo junto al ensueño de la belleza. Fue adormecièndose, envuelto en humo, en hambres y en resignaciones. Se incorporó casi sin fuerzas. Saboreó despacio un pan ya frío, untado con algo. Bebió un profundo vaso de agua. Descorrió el velo de una roca. Con su fétido aliento, sopló el polvo para mirar las pinturas rupestres. Avejentadas caras, lloraban desde las piedras. No había sonido pero se sintió aturdido y mareado. Cuando se supo de pié sobre el reflejo del arco iris, se miró las manos queriendo llorar. Ya no le sangraban. Una costra casi dura formaba cicatrices y marcas pequeñas. Había ahora la ilusión de algún estímulo sin trampas ni ausencias. Identificó la mañana en el cansancio de los pies. Su larga y triste soledad, diluyéndose imaginariamente en la sonrisa inigualable de ella. Más nunca había sido un romántico absoluto, así que esperó en el viento, una especie de solución de continuidad. Dos recuerdos lo invadieron. Su abuelo enseñándole a armar una caja. Un hombre hablando por teléfono en la cama de un sanatorio. Con su novia al lado, le contaba a alguien que estaba ahí porque en el trabajo se le había caído una caja sobre la cabeza. Ninguno de los dos recuerdos era de la infancia.

   El viento muerde los cristales de la ventana y gimen los harapos de mi voz sin vos ni voz. No hay acordeón ni tango ni vibraciones. Solamente un silencio antiguo que va y que viene en el sonido del tráfico semejando un oleaje de infinito mar. Violentos ruidos de todas las calles, ásperas y sordas como el hambre más negro de niños sin refugio ni porvenir. La muerte, que no habla, y es experta en señales equívocas. Más me pesan los párpados y la espalda que no deja de dolerme. Doy manotazos en una bruma cargada de plásticas pesadas cortinas invisibles o no. Iba a escribir la palabra fragor y una redoblada náusea me oprime la cintura. Tengo una tos convulsa que no me deja respirar y un dolor en la sangre, terminando de doler. Mi abuelo materno lloraba en Navidad. De emoción, de satisfacción, de alegría, de melancolía o de pena. Lo cierto es que lloraba despacio, con lágrimas escasas y un asomo de sonrisa en la piel curtida de los pómulos levemente arqueados. Quizás porque nos juntábamos todos, provenientes de diversos sitios del país. Quizás el vino aumentaba la flojera. "Viejo estúpido", le decía mi abuela, acaso tan emocionada como él. Tenía forma de tango mi abuelo Virgilio. Fue empleado del ferrocarril, camionero y fumador empedernido hasta que un susto de muerte lo hizo desistir del tabaco. A ratos dibujaba o nos mentía garabatos en la infancia. Era famoso por su caligrafía ornamental y en sus tiempos, un crack de fútbol. " Yo lo vi hacer goles y jugadas extraordinarias ", dice mi viejo que compartía con él, el paso por el mismo club de pueblo. Pero el que llegó a jugar en la primera de San Lorenzo fue su hermano Ricardo. También según mi padre, Virgilio jugaba incluso mejor. Sólo que su destino fue otro y otros los rivales pero ese no es el tema de este cuento. Pienso en un mundo vestido cada día como el día de Navidad. La fiesta de comer y beber en abundancia. La intrepidez solidaria y humanamente hermosa de extender una mano y borrar de plano todo egoísmo, toda codicia y todo dolor. Veo perpetuas luces de colores y el sufrimiento de la tierra, extirpado de raíz. Sería extraño un planeta sin adversidad. Quizás hasta podría resultar aburrido. Pienso en mi y en la dicha de no ser un hombre de las cavernas. En cada paso dado y en cada historia transitada y por transitar. Pienso que mí abuelo me ofrecería un buen vaso de vino tinto y que brindaríamos por un poco más que por la resolución de esto que escribo. 

   El viento sigue soplando. A veces con menos intensidad y humedad que otras. Ya no me pierdo como un niño en la playa para que me aplaudan. No me inquieta la suerte de las palabras. Espero que surjan y se vayan acomodando como mejor les plazca o como buenamente pueda escribirlas. Mi abuelo partió hace años y me parece que estè donde estè, debe seguir llorando en Navidad. Lo veo regando su huerta, andando en bicicleta por algún cielo y comiendo alguna delicia de campo al escabeche. Me cuentan que el día que murió, se fue cantando un tango hasta el hospital. No se si celebraría que yo diga su llanto. Tampoco me parece que lo avergonzaría demasiado. Porque era Navidad y era bueno estar juntos y vernos las caras y los gestos y abrazarnos sin falsas solemnidades ni reproches o quejas mezquinas. Porque es grato extrañarlo en su faceta quizás más humana. Fue quien me enseñó a pescar cuando era chico. A tener paciencia durante el pique y a la hora de volver a poner la carnada. A no lastimarme las manos con el anzuelo y a ubicar bien la lombriz para que no se volviera alimento fácil de los peces. Recuerdo la costra que se formaba en las manos por obra de mi torpeza al encarnar. El brillo plateado que emitía la piel de las sardinas que pescábamos. La sencillez y la gracia de la caña finita dando una sensación de poca cosa, cuando en realidad, era buen recurso para la abundancia y preámbulo de la crocante fritura que nos aguardaba más allá de la tarde. Las sardinas se amontonaban en el agua que iba ensuciándose. Tenían en los ojos que jamás parpadeaban, una especie de asombro horrorizado y permanente. Después, ya en la casa de los abuelos, habríamos de limpiarlas, una por una, con lentitud y satisfacción de pescadores consumados.

   Nunca remonté un barrilete. Tampoco me resulta fácil armar una caja. Quizás porque en los supermercados hay miles y te las dan armadas ya. O puede ser algo interno y no externo. O lo uno como consecuencia y correlación de lo otro. Qué significa armar una caja hoy para mí? Si el sentido común es el menos común de los sentidos, entonces la cuestión se complica. En tiempos de mí abuelo, seguramente también era difícil salirse de lo trazado. Y es que muchas veces, salir o ingresar a lo pautado no depende de nosotros. Ese día, mí abuela lo miró y le dijo "Dejalo". Acaso las dos posturas son acertadas porque están teñidas de sentimiento. Debe ser que mirar al mundo con ojos de nieto, es como vivir todos los días en Navidad. Algo insostenible por cierto. Quien podría resistir la hermosura de un mundo semejante? La literalidad de la culpa de todas las religiones, quizás vaya en ese sentido. Pienso en una caja repleta de tolerancia y comprensión. Ni la sabiduría, cara a Aristóteles, ni el Ideal, amado por Platón, están carentes de límites, creo. Puesto a elegir, me quedo con el pensamiento del segundo. Vuelto a un sitio mucho más coloquial y personal, me gusta pensar que no tengo a nadie a quien culpar. Naturalmente, esa idea o ese profundo deseo, me incluye.

   Mi abuelo lloraba en Navidad. Sin desgarrarse ni acongojarse. No somos sardinas ni astronautas ni figuritas en el álbum de nadie. Y aunque " en este país el que más trabaja, menos plata tiene", como él decía, no todo tiempo pasado fue mejor. Porque de ser así, no nos queda ni la esperanza.

   Descorrió las sombras de la cueva con una sonrisa desdentada y algo exhausta. Caminó hasta la entrada para que los reflejos del sol, entibiaran el cuerpo frío. Entonces, se le ocurrió la grata idea de que no era un profanador de tumbas, ni propias ni ajenas. Fue en ese momento que la caverna se hizo calle, la calle una construcción de casas, esa construcción ventanas y por fin, las ventanas, una habitación. Desde la vereda, el abuelo le hizo un gesto, para que se trajera otra silla y lo acompañara a matear. La noche de verano era tranquila y apacible. No hacía calor y los grillos desafiaban a los sapos con su constante canturreo. Virgilio rememoraba una casa, "que construímos con la abuela. Ladrillo sobre ladrillo", remató con orgullo inapelable. Imaginé el viejo camión estacionado en la vereda y a los dos bajando los ladrillos. Después me vi de chico junto a este recuerdo: " Un foco encendido en el umbral es la iluminación del estadio. Desde la oscura vereda ruge el clamor de la tribuna. La pulpo de goma es la tango número cinco rebotando en la pared de enfrente. El costado de una ventana y una columna es el arco que serán dos para el único jugador que representa ambos equipos.

   El atardecer ya es noche en el pueblo de provincias y el partido va por el segundo tiempo cuando ocurre el susto del niño. La ropa del albino es negra y no es lo blanco de la cabeza lo que hace impacto, sino los ojos rojos que se acentúan en la breve mirada. El hombre sigue su camino acaso indiferente al estupor de los jugadores. Paralizado unos segundos bajo la tímida luz, el tiempo se hace extenso en la soledad del infante. Después algún córner o algún penal o tiro libre determina la continuidad del juego ". Las luces de colores son escasas y parpadean sin tregua desde algún negocio cerrado. En la ciudad predomina el color gris y en la mente de éste hombre sin voz ni nombre, también. Llueve y hace frío y apenas una lámpara, ilumina el futuro inmediato de esta tarde sin demasiado vuelo ni horizonte claro. Desde algún claustro de la Edad Media, un sirviente recoge migajas de pan que parecen estar entre dormidas, sobre una rústica mesa. Todas las cajas, que de algún modo, aplastaron la cabeza de este tipo en todos los trabajos por los que pasó, se van flotando en el aire y deshaciéndose en la somnolencia de lo que fue. Desde un presente sin demasiadas perspectivas y por eso mismo, con todos los caminos abiertos y por recorrer, yo, sigo soñando. Mi abuelo lloraba en Navidad y a veces su breve llanto me inquietaba y me impulsaba a darle ánimos. Pero él apenas sonreía, como si estuviera sumergido en una felicidad remota y ajena por completo al discernimiento de quienes lo rodeábamos. Ese pequeño lapso emocional y entrañable y recién a más de diez años de su fallecimiento, descubierto, es la profunda y misteriosa huella que Virgilio dejó en mí.



2 comentarios:

Blogger Andrea Pioluchi ha dicho...

Qué hermoso, Palo!!!! Virgilio debe estar llorando....de orgullo y felicidad! Te quiero!

3 de septiembre de 2020, 20:11  
Blogger pablo pioluchi ha dicho...

Gracias!

4 de septiembre de 2020, 9:09  

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