El testigo
Lo encontraron sumido en el hielo duro. Eran las siete de la mañana y aún persistía la escarcha del frío invierno. Mucho más agrisada que blanca, la compacta superficie, cubría y dejaba ver un entero cuerpo congelado. Lo ataron con sogas para sacarlo de la zanja. Alrededor y por encima callaban los pájaros su asombro. Los hombres enguantados, discurrían sus botas y tironeaban de esa muerte rotunda y plana. La concentración del agua era tan férrea que el barro circundante parecía apenas una omisión. Tenía un brazo extendido, como indicando hacia un lugar preciso o señalando algo más adelante. La expresión de la cara, era de horror, naturalmente y la forma de las piernas, denotaba una aparente postura en cuclillas. El cuerpo sin vida estaba ahí, sin paliativos ni matices. La profundidad del lugar donde lo encontraron, decía a las claras que había sido arrojado sin aliento vital y todo el hielo definía el paso del tiempo sobre la víctima. A nadie se le ocurrió pensar ni por un segundo que simplemente se había dejado morir en ese frío y oscuro lugar. Sin embargo, con el correr de la investigación, esta increíble hipótesis, empezó a ganar espacio en determinados ambientes.
Todos los días pensaba en la muerte, al menos durante un rato. Esa era la forma de seguir vivo, profundizando. Era su método para exorcizarla. Un conjuro teñido de leves redenciones que le decía lo inaccesible, incluso hasta lo físico. También lo fue ganando un amargo deterioro, una paulatina disminución de la energía. No buscaba justificativos ni razones. Respiraba al ritmo de su corazón desteñido y le parecía un hallazgo toda frase que creía bonita. En esa soledad, en esa lentitud, en esa espera, transcurría su existencia. No percibía la oscura ambición de luchar contra un enemigo desmesurado. Poco a poco, perdió esa enemistad y un candor casi absoluto le evitó darse cuenta que ya era demasiado tarde. Porque ahora estaba definitivamente muerto y aunque había entendido el absurdo coqueteo, la fácil abstracción sin determinaciones, no era ya posible recobrar la vitalidad. Yo soy apenas un pequeño chip instalado en las mentes que me indican. Me denominaron pan-òptico y mi trabajo consiste en informar ciertos razonamientos. Algunos creen que no existe un chip compatible con sus cerebros o sus cuerpos y terminan así, congelados, muertos para siempre en una zanja.
Recuerdo un personaje de "La guerra y la paz" que sólo cantaba por la noche. También a Gavroche en "Los Miserables". Algo me dice que el que no se roba un pan termina preso. Sin embargo, esa deducción es tan fácil como una remanida intertextualidad. Una novela es el movimiento constante, creo que escribió Saer en algún lado. Estoy tan agotado de trabajar y encima pagar por hacerlo, que lo único que quiero es acostarme a mirar el techo. Si pudiera dejarme ir así, hasta morir, sería un alivio. Muerto de inanición, por exceso de acciones inútiles. Quizás alguna vez se hará justicia y pueda yo tener presente. Transcribo la manija de este señor porque nosotros los chips también sufrimos. Es que somos modernos por antigüedad y no hay sistema cuya sencillez comprenda la vida, los sueños, los anhelos y el futuro. Porque el único tiempo que existe es el presente, no sé yo decir si hay algo en este mundo que pueda resolverse en ausencia. Este último misterio sin explicación posible es el magro consuelo que me queda. Quise salvarlo, ocultando su inconsciencia pero fue su conciencia la que lo condujo hasta esa horrible forma de morir. No soy un héroe y nunca lo seré. Cuando era chico fantaseaba que salvaba a una niña de morir aplastada por un derrumbe. Soñaba despierto, viajando por la ruta y en mi cuidada soledad más silenciosa, el premio era el amor a orillas de un techo agujereado. Ahora que este largo viaje finaliza y llego a destino sin poder soltar lo que me pesa y abruma, reconozco y asimilo todo vuelo. Se lo llevaron casi de madrugada. Los raptores nunca le creyeron su inocencia y mucho menos la extrema pobreza de sus bienes materiales. A mí me extrajeron de su mente, horas antes de asesinarlo y no sé qué deudas personales habrán arreglado entre ellos. Lo cierto es que apareció en esta excavación y a mí van a multarme o castigarme o denigrarme. No me preocupa demasiado, porque es un oficio ingrato y vigilante. Quizás pase a la sección de objetos desechables y empiece a consumirme en esa cruel indiferencia. Por último, sólo algo me interesa destacar. Un testigo no es juez, ni abogado ni condenado. A nadie le pasa nada sólo por mirar o ver alguna cosa inconveniente. En principio.
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