sábado, 27 de septiembre de 2014

La palmera

   Se sentó desplomándose debajo de la enorme palmera. Estiró las piernas hasta el extremo de los ahora acallados crujidos. Abrió el diario en la sección correspondiente. En torno el silencio era absoluto.Para él esto era un hecho y no tan sólo una sensación. El ruido monocorde del tráfico era desmesurado y ajeno. Algún tímido canto de pájaros precarios se expandió en el universo. Leyó el título de la noticia que le importaba y se dijo que no tenía ningún sentido. Por eso le impresionó y lo atrajo sobremanera. En el banco más cercano de la soleada plaza, dos jóvenes se besaban despacio. Desde la profunda silueta del césped, una hilera de hormigas, emitió un sonido sordo, recto y tranquilo. Sobrevolaron pequeñas hojas en el viento. Dos rayos de sol, un poco más lejos, alumbraron la mañana. La descripción de lo que leía era somera, rutilante, práctica e inverosímil. No vio las caricias casi contemplativas de la mujer ni la mirada embelesada del hombre. La mano de ella discurría una mejilla agradecida. Un mediodía de fuego, buscaba sitio en el día. El lector del matutino, sin embargo, sintió frío y un estremecimiento agudo le recorrió el cuello. Los papeles impresos se le pegoteaban entre las sudadas manos. Los jóvenes se despidieron con una aparente brusquedad. A los dos los circundaba un gesto ambiguo de alegría y de tristeza. El otro se acostó boca arriba de cara al cielo. Quizás la palmera removió su espesura. El tañido resquebrajado del aire sobre el silente tronco y el quejido del propio estómago le fueron indiferentes. Nada oía ya y las páginas entintadas cubrían lo taciturno de su adolorido semblante. Una sonrisa de mujer se plasmó entera en el horizonte. A las ocho en punto de esa misma mañana, el hombre que días antes caminara sombrío por algún parque de la ciudad, fue decapitado en una oscura y limpia prisión.





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