viernes, 9 de agosto de 2013

La ùltima muela

   Milton Cardozo era un solitario habitante de la luna. La oscura noche que temblò de frìo durante nueve horas, decidiò que necesitaba sentir la luz del sol. Por eso fue que arribò en aquel amplio desierto. La gravedad le hacìa hundir los pies en la arena. Su andar cansino y tortuoso quiso que tropezara con aquella piedra salvaje. Lejos de las sombras de los àrboles y de los oasis, no podìa evitar una abrumadora sensaciòn de abatimiento. Sin embargo, alguna graciosa sabidurìa, le dijo que esta piedra habìa sido puesta en su camino por cierto importante motivo. Asì fue que se sentò, casi como un aprendiz de Buda, y empezò a pulirla con las manos.
   Poco a poco la piedrita fue cambiando de forma y contextura. Cuando se volviò una cebolla, cuentan los pàjaros, no podìa saberse a ciencia cierta, si las làgrimas eran de Milton o del hallazgo. Imbuido en la tarea de darle espesor, siguiò buscando alguno que acaso contuviera otro contenido. Asì fue como encontrò, una brillosa y resplandeciente manzana. La frotò con lo ajado de su camisa y extrañamente, una sonrisa se dibujò sobre el fruto. Se quedò miràndola durante horas, embelesado por una cristalina frescura. Se hizo noche en el desierto y un cielo estrellado le susurrò la nueva apariencia del objeto. Un diamante puro, inusual, encendido y vibràtil. Algo de una belleza tal, que parece de una luminosidad imposible. Los reflejos de la joya le produjeron algun sobresalto primero y un profundo sopor despuès. Entonces se durmiò.
Ni los camellos saben decir cuanto tiempo fue que pasò, hasta que Milton recobrò la vigilia. Ahora el sol demuestra que es de dìa y sobre la faz del diamante, emerge, como no puede ser de otra manera, el rostro plàcido y amable de una mujer.
   Con naturalidad comprende que lo que tiene entre manos no es un diamante sino un pañuelo, y ademàs que tiene que ir yèndose porque ya va siendo la hora de cierre en la oficina.
   Flota màs allà de las nubes, gèlido como el espacio que lo circunda. Un crujir en el estòmago le dice que tiene un cuerpo. Indiferente y sin concentraciòn, a desgano y abulia, va por el espacio, con la escafandra acaso risueña que lo rodea. Llega al cràter preciso de una determinada urgencia y recuerda o cree recordar o lee o cree haber leìdo algo que dice que seremos felices cuando no exista la eternidad. Falta de aire, la gravedad lo acecha como un eclipse en la tierra. Y es entonces que una voz estentòrea le susurra al oìdo:
   - Andà a cagar.



   Milton redescubre en soledad el valor de una audacia que èl no tiene. La luna sigue brillando detràs de las tormentas. El frìo arrecia como làgrimas abundantes y las palabras ya no son meros sonidos capaces de todo. Ahora el cielo contiene una caìda y el tiempo es manco bajo la lluvia. El sol està de pie frente a un espejo que refleja una jirafa. Las manos de la misma mujer se tornan pàjaros de seda. Desde la tierra asciende una risa sorda que es a la vez y màs allà de la superficie, una forma de piedad. Mientras tanto, tres perros callejeros duermen amontonados en una estaciòn de tren. El dìa parece disperso como un puente quebrado en la memoria de los desencuentros. Sin embargo, las puertas de todos los hospitales, recuerdan la felicidad, en la inexistencia de las paradojas.
   Uno a uno, los adjetivos fueron quedàndose sin libros y entre los verbos del futuro, absurdamente, fue corroborado el milagro de una gruta.
   Milton viaja en un delirio de colores y un chaparròn sin precedentes lo hunde en el desconcierto. Ella trae el reflejo de la distancia, se lo obsequia como flores forjadas en la piel de la utopìa y el mundo, sin querer, vuelve a girar falto de consistencia. Despuès transcurren los años ya sin fechas y entre relojes sombrìos retornan a emigrar los que viven partiendo de nuestros ojos sin fàbulas.
   Desde un cercano satèlite, la misma voz, entre risueña y seria, le grita:
   - Andà a cagar de nuevo.



   Su andar parece lento y dubitativo. Dijerase que va a enredarse entre las propias piernas y caerse. Por momentos la embarga el temor y mira nerviosa hacia los costados. Hasta la luna se ruboriza en esta noche fràgil. Si generosa o desesperada. Si desatinada o voluble. Milton conoce la educada bondad y la fuerza que emergerà con los dìas y los años. A veces el tiempo es como un aullido de ambulancias y la ciudad nos va gastando con sus construcciones desmedidas. Poco a poco se desmoronan las infinitas paciencias.
   No es de sùbito ni de pronto como llega hasta este extraño territorio lunar, la ùltima muela. Se presenta sin ambagues ni mesura.
   - El alma es lo ùnico que no se descompone.- define, mirando a Milton, entre desafiante y tranquila.           
   Pensativo en el asombro, èl sueña con una profundidad no dicha. Afuera ruge el viento parsimonioso y letal del invierno. Todas las estrellas van movièndose, cercanas en la desmesura. El solitario habitante de la luna quisiera gritar que se desintegra, que extraña el cuerpo de la tierra, que la palabra perdòn le cuece los brazos como un eterno gesto de paràlisis vital. Entonces ella, la ùltima muela, se anticipa y ordena.
   - Vayan a bañarse con la luz prendida. Los dos.



1 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Me saco el sombrero ante tí, Maestro! Realmente Orgullosa de tí, y de ser tu amiga del alma :)
Te Quiero Mucho Por siempre.

19 de agosto de 2013, 15:38  

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