Un mundo menos peor
Cuando vi ese pájaro celeste sobre la superficie de aquella ola, supe que no había razones para distinguirlo del mar.
Hacía mucho tiempo que percibía algo así como una súbita revelación llegando.
Me llamo Juan Carlos Pedernera, aunque eso puede ser sólo una circunstancia. Pasé los cincuenta años. Soy carpintero y vivo casi en completa soledad desde los treinta. Villa Gesell siempre me ha gustado mucho. La pobreza es algo que sobrellevo con paciencia y bastante dignidad. La modestia y serenidad del oficio que profeso me agradan y me hacen sentir tranquilo, centrado, constructivo y filosóficamente humano. No tengo casi ambiciones económicas y creo, sencillamente, que un mundo menos peor es posible. Esa es una idea que vi en una película de Agresti y nunca la olvidé. Claro que muchas veces he pensado que la pobreza es triste. Sin embargo, ese pensamiento ya no me atormenta. Alguna vez tuve la remota posibilidad de volverme millonario. El diablo sabe que esto no sucedió porque soy un hombre sencillo.
Allá por los años noventa, solía yo pensar que la complejidad era una virtud. A tal punto este razonamiento se me volvió una máxima que dejé de lado hasta los sentimientos más humanos. Absolutamente todo se me volvió algo así como una ecuación matemática o un, supuestamente profundo pensamiento metafísico. Así es que mi padre era un logaritmo y mi madre una crítica de la razón pura. Mi obsesión por los números y por la
acumulación de dinero era tal, que mis compañeros de oficina, en la AFJP donde trabajaba, me decían “Juan Calculadora”. A pesar del chistoso apodo, mi ahínco y mi tenacidad, no disminuían. Sé, desde luego, que el dinero es importante en la vida; pero a mi, por esos años, se me había vuelto el objetivo primordial. O quizás era otra cosa lo que en el fondo buscaba.
Cuando conocí a aquel hombre de aspecto casi elegante, intuí que había llegado un momento clave en el, llamémosle, ascenso de mi camino. Me abordó una tarde en la que salía del trabajo para dirigirme a la entrevista de otro que tenía en vista.
-¿Le gusta el hipódromo, amigo?- disparó como saludo.
-No lo frecuento- respondí, sin detener mis pasos y sin dejar de mirar el reloj.
-Lo que no responde a mi pregunta- dijo, emitiendo una mueca, aquel, supuse, vendedor de entradas o algo así.
-Estoy muy apurado, amigo- me desentendí, remarcando la última palabra, que no sonó, por cierto, amistosa.
-¿Sólo para que su objetivo no se cumpla?- preguntó entonces aquel extraño ser.
De más está decir que el asombro me embargó por completo. ¿Cómo conocía este sujeto mi obsesión? ¿Sería otra jugarreta de mis ociosos compañeros de trabajo? Quiso la curiosidad que comenzara el principio de mi ruina y tal vez, el de mi mayor aprendizaje.
-¿Quién es usted?- exclamé ahora, con un claro tono de hostilidad en la voz.
-Parezco uno solo, pero soy muchos- me respondió el irritante caballero.
Me dije que no sería más que un loco, rondando las calles del centro, y queriendo desembarazarme de él, apuré el paso. Pero caminó rápidamente hasta mi y apoyando casi, el mentón contra mi hombro derecho, me provocó:
-¿Qué le pasa amigo?, ¿Tiene miedo?
-Ya le dije que estoy apurado- dije ahora. Y aunque enarqué las cejas, la verdad que sentí un poco de miedo.
-Al principio la gente siempre me teme- contó entonces el voluble personaje. -Cálmese. No desaproveche esta oportunidad. Puedo cambiarle el mundo. ¿Me acepta un café?- terminó por preguntar y enseguida añadió: ese trabajo no es para usted. Hay maneras más fáciles de obtener dinero.
Al llegar a este punto se detuvo y me miró a los ojos con intensidad. Un mareo creciente me embargó y algo así como una nueva sensación de poder, quiso que me dejara llevar por sus tentadoras palabras.
-Bueno, usted gana- decidí. -¿Adónde vamos?
-Sígame.- ordenó ahora, y su seguridad emanaba un halo de profunda convicción.
Caminamos hasta un bar cercano. Su aspecto era radiante y en cada movimiento de su cuerpo había algo extraño. Al sentarnos a la mesa, sólo le bastó un gesto para que el mozo asintiera con rapidez.
-Seré breve para que entienda la extensión- remató. -Soy el diablo. Sí, amigo. No se ría. No se ponga nervioso. Simulo ser un hombre de negocios y discípulos tengo varios, aunque muy pocos lo saben.
Al escuchar semejantes palabras me puse inmediatamente de pie. Entre indignado y cansado, dije en lo que pareció un breve grito:
-No estoy para perder el tiempo.
Pero él respondió con una envolvente tranquilidad:
-Al miedo sólo hay que aprender a dominarlo. Su impulsividad me gusta. Podría aprender mucho de mis sutilezas usted.
Después de este discurso, se incorporó con lentitud, llevó una de las manos al bolsillo y extrayendo una pequeña tarjeta, propuso:
-Lo espero el sábado en esta dirección. Nunca olvide que el éxito sólo depende de usted amigo.
Me quedé completamente azorado. Parado y anclado como una estatua con esa tarjetita en la mano, mirándola y sintiendo que de pronto todo entraba en otra dimensión. Él fue marchándose casi como una sombra que flotara y tuve la remota sensación del silencio más oscuro. Pero esto sólo duró un segundo y sin
embargo, me pareció como si hubieran pasado siglos.
Cuando logré reaccionar, descubrí que ya era demasiado tarde para la entrevista y que el mozo se acercaba con un café. Lo dejó sobre la mesa y al retirarse me dijo que ya había sido pagado. Ante tanta cosa supuestamente extraña, resolví sentarme y pensar con tranquilidad, mientras me tomaba ese cortado. En la tarjeta había una inscripción muy breve: “Usted conoce ese callejón”. Demás está decir que estas cuatro palabras me perturbaron hasta el desasosiego. Recordé un oscuro callejón de mi infancia y mi sobresaltada fantasía quiso que vinieran hasta mi mente, viejas películas que me llenaban de pavor.
Terrminé la semana con una inquietud cada vez más creciente. En cada cosa y casi en cada persona sentía una especie de violencia solapada. Una indefinida y cruel amenaza rondaba por el aire que, a la vez, se me antojaba absurdo y nimio. Todo iba adquiriendo un sentido fuera de lo común. No quise quedarme estático ni paralizado, aunque hasta comer y dormir, se me fueron volviendo actos para los que hacía falta una enorrme voluntad. Había quienes pensaban que yo tenía una resistencia admirable y había también quienes veían en mí, una insuperable tontera. Pero lo que había, sobre todo, era una interpretación constante de todo cuanto me rodeaba. Así es que cualquier gesto, guiño o palabra tomaban múltiples y confusos sentidos. Bajo esta vorágine interna, resolví encaminarme hasta ese callejón.
Quedaba tan sólo a dos cuadras de mi casa. Precisamente ahí en el pasaje San Carlos del barrio de Almagro. Algunas leves e instantáneas luces en los portales; lo volvían engañoso y probablemente subrepticio. Llegué hasta el final, no sin antes trepar la reja, y encontré lo que esperaba encontrar: un espejo
apoyado contra la pared, de un metro de alto y lo suficientemente ancho para que por él entrara mí cuerpo. Dudé en ingresar, pero sabía que tenía que hacerlo. Sabía que era la única forma, la única salida posible.
Supongo que es completamente natural, no haber hallado del otro lado del espejo, ni volcanes en constante erupción, ni grandes trozos de hielo, cayendo como cuchillos sobre la blandura de alguna superficie, ni mucho menos un enorme desierto, poblado por la monotonía de algún viento cortante. Apenas había una pequeña y pulcra oficina. El escritorio era de un material casi plástico, lo mismo que los dos muebles a los
costados, conteniendo viejas y duras carpetas, alineadas todas en un orden metódico y concienzudo. Imperaba en el lugar un intenso color gris, y nada hacía pensar que ese fuera el centro de operaciones del diablo.
-Lo estábamos esperando.- dijo, apenas hube cruzado el espejo. - Tome asiento. Estoy seguro de que nos vamos a entender.
Ganado por la curiosidad, me dije que no había ninguna razón para temer y de esta forma, me sentí mucho más cómodo y liviano. Hasta que aquel diablo empezó a hablar.
-Lo que tiene que hacer es sumamente sencillo. Sabemos que usted tiene una innata capacidad para los discursos, aunque siente vergüenza y pudor a causa de ciertas ideitas que se le han metido en la cabeza. Bueno, el caso es que necesitamos de sus palabras, para que nos ayude a persuadir a cierto personaje que
es bastante importante y se está tomando demasiadas atribuciones, además del whisky y otras cosas. Sí, claro que tiene un gran equipo alrededor, pero está con ciertas pedregulladas sobre la bondad e ingenuidades así. Necesitamos de la suspicacia Juanca y los millones con los que sueña le lloverán como del
cielo.
Supe inmediatamente a quien se estaba refiriendo y a pesar de todas mis dudas, acepté el ofrecimiento. Me entregó algunas pesadas carpetas y fui saliendo, casi volátilmente por entre el espejo. Pero nada más llegar a mi casa, me asaltó el remordimiento y cierta ética que siempre he conservado. Resolví quemar esa horrible carpeta, pensando que de este modo salvaría algunos destinos de la humanidad. No es algo sorprendente que, junto con la carpeta, se haya quemado toda mi casa. Salvé mi vida, digamos que por milagro y me vine corriendo, desesperado y sin nada, a Villa Gesell.
Ahora contemplo ese pájaro celeste y la inmensidad del mar, me depara una hermosa sensación de libertad y respeto.
-Permiso, caballero- me dice de pronto un hombre con aspecto de turista. Mientras un empleado, más atrás, va acomodando las mesas, sillas y sombrillas en esta plácida playa. Casi sin mirarme a los ojos, razona en voz alta:
-Todos están un poco locos de tanto trabajar, ¿no le parece?
Le respondo que es cierto, pero que es una satisfacción obtener el dinero con honestidad.
Entonces me mira de frente y una ladina sonrisa se le va dibujando en la cara. Siento algo familiar en su persona y escucho como lentamente me va diciendo:
-Hay maneras más fáciles de obtener dinero. La ingenuidad no le cuadra, caballero.
Quiero correr y me quedo azorado, aunque estoy menos sorprendido que hace unos veinte años atrás. Simplemente espero que esta vez su propuesta no sea tan atroz y mientras
tanto voy pensando que es un ser patético, pero indestructible.
Hacía mucho tiempo que percibía algo así como una súbita revelación llegando.
Me llamo Juan Carlos Pedernera, aunque eso puede ser sólo una circunstancia. Pasé los cincuenta años. Soy carpintero y vivo casi en completa soledad desde los treinta. Villa Gesell siempre me ha gustado mucho. La pobreza es algo que sobrellevo con paciencia y bastante dignidad. La modestia y serenidad del oficio que profeso me agradan y me hacen sentir tranquilo, centrado, constructivo y filosóficamente humano. No tengo casi ambiciones económicas y creo, sencillamente, que un mundo menos peor es posible. Esa es una idea que vi en una película de Agresti y nunca la olvidé. Claro que muchas veces he pensado que la pobreza es triste. Sin embargo, ese pensamiento ya no me atormenta. Alguna vez tuve la remota posibilidad de volverme millonario. El diablo sabe que esto no sucedió porque soy un hombre sencillo.
Allá por los años noventa, solía yo pensar que la complejidad era una virtud. A tal punto este razonamiento se me volvió una máxima que dejé de lado hasta los sentimientos más humanos. Absolutamente todo se me volvió algo así como una ecuación matemática o un, supuestamente profundo pensamiento metafísico. Así es que mi padre era un logaritmo y mi madre una crítica de la razón pura. Mi obsesión por los números y por la
acumulación de dinero era tal, que mis compañeros de oficina, en la AFJP donde trabajaba, me decían “Juan Calculadora”. A pesar del chistoso apodo, mi ahínco y mi tenacidad, no disminuían. Sé, desde luego, que el dinero es importante en la vida; pero a mi, por esos años, se me había vuelto el objetivo primordial. O quizás era otra cosa lo que en el fondo buscaba.
Cuando conocí a aquel hombre de aspecto casi elegante, intuí que había llegado un momento clave en el, llamémosle, ascenso de mi camino. Me abordó una tarde en la que salía del trabajo para dirigirme a la entrevista de otro que tenía en vista.
-¿Le gusta el hipódromo, amigo?- disparó como saludo.
-No lo frecuento- respondí, sin detener mis pasos y sin dejar de mirar el reloj.
-Lo que no responde a mi pregunta- dijo, emitiendo una mueca, aquel, supuse, vendedor de entradas o algo así.
-Estoy muy apurado, amigo- me desentendí, remarcando la última palabra, que no sonó, por cierto, amistosa.
-¿Sólo para que su objetivo no se cumpla?- preguntó entonces aquel extraño ser.
De más está decir que el asombro me embargó por completo. ¿Cómo conocía este sujeto mi obsesión? ¿Sería otra jugarreta de mis ociosos compañeros de trabajo? Quiso la curiosidad que comenzara el principio de mi ruina y tal vez, el de mi mayor aprendizaje.
-¿Quién es usted?- exclamé ahora, con un claro tono de hostilidad en la voz.
-Parezco uno solo, pero soy muchos- me respondió el irritante caballero.
Me dije que no sería más que un loco, rondando las calles del centro, y queriendo desembarazarme de él, apuré el paso. Pero caminó rápidamente hasta mi y apoyando casi, el mentón contra mi hombro derecho, me provocó:
-¿Qué le pasa amigo?, ¿Tiene miedo?
-Ya le dije que estoy apurado- dije ahora. Y aunque enarqué las cejas, la verdad que sentí un poco de miedo.
-Al principio la gente siempre me teme- contó entonces el voluble personaje. -Cálmese. No desaproveche esta oportunidad. Puedo cambiarle el mundo. ¿Me acepta un café?- terminó por preguntar y enseguida añadió: ese trabajo no es para usted. Hay maneras más fáciles de obtener dinero.
Al llegar a este punto se detuvo y me miró a los ojos con intensidad. Un mareo creciente me embargó y algo así como una nueva sensación de poder, quiso que me dejara llevar por sus tentadoras palabras.
-Bueno, usted gana- decidí. -¿Adónde vamos?
-Sígame.- ordenó ahora, y su seguridad emanaba un halo de profunda convicción.
Caminamos hasta un bar cercano. Su aspecto era radiante y en cada movimiento de su cuerpo había algo extraño. Al sentarnos a la mesa, sólo le bastó un gesto para que el mozo asintiera con rapidez.
-Seré breve para que entienda la extensión- remató. -Soy el diablo. Sí, amigo. No se ría. No se ponga nervioso. Simulo ser un hombre de negocios y discípulos tengo varios, aunque muy pocos lo saben.
Al escuchar semejantes palabras me puse inmediatamente de pie. Entre indignado y cansado, dije en lo que pareció un breve grito:
-No estoy para perder el tiempo.
Pero él respondió con una envolvente tranquilidad:
-Al miedo sólo hay que aprender a dominarlo. Su impulsividad me gusta. Podría aprender mucho de mis sutilezas usted.
Después de este discurso, se incorporó con lentitud, llevó una de las manos al bolsillo y extrayendo una pequeña tarjeta, propuso:
-Lo espero el sábado en esta dirección. Nunca olvide que el éxito sólo depende de usted amigo.
Me quedé completamente azorado. Parado y anclado como una estatua con esa tarjetita en la mano, mirándola y sintiendo que de pronto todo entraba en otra dimensión. Él fue marchándose casi como una sombra que flotara y tuve la remota sensación del silencio más oscuro. Pero esto sólo duró un segundo y sin
embargo, me pareció como si hubieran pasado siglos.
Cuando logré reaccionar, descubrí que ya era demasiado tarde para la entrevista y que el mozo se acercaba con un café. Lo dejó sobre la mesa y al retirarse me dijo que ya había sido pagado. Ante tanta cosa supuestamente extraña, resolví sentarme y pensar con tranquilidad, mientras me tomaba ese cortado. En la tarjeta había una inscripción muy breve: “Usted conoce ese callejón”. Demás está decir que estas cuatro palabras me perturbaron hasta el desasosiego. Recordé un oscuro callejón de mi infancia y mi sobresaltada fantasía quiso que vinieran hasta mi mente, viejas películas que me llenaban de pavor.
Terrminé la semana con una inquietud cada vez más creciente. En cada cosa y casi en cada persona sentía una especie de violencia solapada. Una indefinida y cruel amenaza rondaba por el aire que, a la vez, se me antojaba absurdo y nimio. Todo iba adquiriendo un sentido fuera de lo común. No quise quedarme estático ni paralizado, aunque hasta comer y dormir, se me fueron volviendo actos para los que hacía falta una enorrme voluntad. Había quienes pensaban que yo tenía una resistencia admirable y había también quienes veían en mí, una insuperable tontera. Pero lo que había, sobre todo, era una interpretación constante de todo cuanto me rodeaba. Así es que cualquier gesto, guiño o palabra tomaban múltiples y confusos sentidos. Bajo esta vorágine interna, resolví encaminarme hasta ese callejón.
Quedaba tan sólo a dos cuadras de mi casa. Precisamente ahí en el pasaje San Carlos del barrio de Almagro. Algunas leves e instantáneas luces en los portales; lo volvían engañoso y probablemente subrepticio. Llegué hasta el final, no sin antes trepar la reja, y encontré lo que esperaba encontrar: un espejo
apoyado contra la pared, de un metro de alto y lo suficientemente ancho para que por él entrara mí cuerpo. Dudé en ingresar, pero sabía que tenía que hacerlo. Sabía que era la única forma, la única salida posible.
Supongo que es completamente natural, no haber hallado del otro lado del espejo, ni volcanes en constante erupción, ni grandes trozos de hielo, cayendo como cuchillos sobre la blandura de alguna superficie, ni mucho menos un enorme desierto, poblado por la monotonía de algún viento cortante. Apenas había una pequeña y pulcra oficina. El escritorio era de un material casi plástico, lo mismo que los dos muebles a los
costados, conteniendo viejas y duras carpetas, alineadas todas en un orden metódico y concienzudo. Imperaba en el lugar un intenso color gris, y nada hacía pensar que ese fuera el centro de operaciones del diablo.
-Lo estábamos esperando.- dijo, apenas hube cruzado el espejo. - Tome asiento. Estoy seguro de que nos vamos a entender.
Ganado por la curiosidad, me dije que no había ninguna razón para temer y de esta forma, me sentí mucho más cómodo y liviano. Hasta que aquel diablo empezó a hablar.
-Lo que tiene que hacer es sumamente sencillo. Sabemos que usted tiene una innata capacidad para los discursos, aunque siente vergüenza y pudor a causa de ciertas ideitas que se le han metido en la cabeza. Bueno, el caso es que necesitamos de sus palabras, para que nos ayude a persuadir a cierto personaje que
es bastante importante y se está tomando demasiadas atribuciones, además del whisky y otras cosas. Sí, claro que tiene un gran equipo alrededor, pero está con ciertas pedregulladas sobre la bondad e ingenuidades así. Necesitamos de la suspicacia Juanca y los millones con los que sueña le lloverán como del
cielo.
Supe inmediatamente a quien se estaba refiriendo y a pesar de todas mis dudas, acepté el ofrecimiento. Me entregó algunas pesadas carpetas y fui saliendo, casi volátilmente por entre el espejo. Pero nada más llegar a mi casa, me asaltó el remordimiento y cierta ética que siempre he conservado. Resolví quemar esa horrible carpeta, pensando que de este modo salvaría algunos destinos de la humanidad. No es algo sorprendente que, junto con la carpeta, se haya quemado toda mi casa. Salvé mi vida, digamos que por milagro y me vine corriendo, desesperado y sin nada, a Villa Gesell.
Ahora contemplo ese pájaro celeste y la inmensidad del mar, me depara una hermosa sensación de libertad y respeto.
-Permiso, caballero- me dice de pronto un hombre con aspecto de turista. Mientras un empleado, más atrás, va acomodando las mesas, sillas y sombrillas en esta plácida playa. Casi sin mirarme a los ojos, razona en voz alta:
-Todos están un poco locos de tanto trabajar, ¿no le parece?
Le respondo que es cierto, pero que es una satisfacción obtener el dinero con honestidad.
Entonces me mira de frente y una ladina sonrisa se le va dibujando en la cara. Siento algo familiar en su persona y escucho como lentamente me va diciendo:
-Hay maneras más fáciles de obtener dinero. La ingenuidad no le cuadra, caballero.
Quiero correr y me quedo azorado, aunque estoy menos sorprendido que hace unos veinte años atrás. Simplemente espero que esta vez su propuesta no sea tan atroz y mientras
tanto voy pensando que es un ser patético, pero indestructible.
1 comentarios:
Buenos Aires ciega, que no ha podido verte.
Capital necia, incapaz de escucharte,
Centro neurálgico de esta cruel indiferencia que te aleja... ¿Para siempre?
Jamás de mi corazón ni de mi memoria.
No te vallas, grita mi alma, perdida en Microcentro... La masa me agobia. A nadie más que a mi pareciera importarle tu partida, de esta cruel Capital que no ha sabido valorarte luego de tantos años.
Ciegos, sordos, mudos, máquinas... Ya ni siquiera parece importarnos estar sólos, mientras un alma buena como la tuya, sufre y decide deshacerse de todos los sueños que alguna vez lo trajeran a la Ciudad de la Furia.
Te Quiero hasta el infinito, desde el fondo de mi Alma! No te olvido.
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