miércoles, 7 de diciembre de 2011

La niña de los árboles

Había una vez un anciano a quien lastimaban los gritos de los niños. No es esto una mera figura poética. Cada vez que un chico gritaba o mejor dicho, susurraba contra las paredes, al viejo hombre se le llagaban los oídos. La sangre brotaba poco a poco, casi imperceptible y la costra que después quedaba iba transfigurándose en un color entre amarillo y violáceo.
Cuentan por ahí que visitó infinidad de médicos pero ninguno supo dar con la cura. Así sobrevivió durante ocho largos años. Todos pensaban que tenía una calma sobrehumana y que la paciencia denotaba virtud y ejemplo. Sin embargo, un día, en el mismo banco de la misma plaza a la que iba ya casi por inercia todos los días de la semana, una niña se le acercó y sin mediar saludo alguno le dijo sin remilgos.
-Yo recuerdo el futuro.
Inmediatamente el viejo se tapó las orejas y en un gesto de espanto levantó los brazos hacia el cielo. La niña fingió indiferencia y siguió con la magia de un lenguaje remoto y secreto.
-En esta plaza no llueve nunca. Siempre que ando cerca y sin paraguas, me refugio por acá. Casi nunca uso paraguas. No me gustan. Me entristecen. De verdad que en este lugar no te moja ni la peor tormenta. Si se larga y ya estás por acá, ni te enterás que llueve. La gente no sabe que es una plaza anti-lluvias. Yo sí porque pasa hace mucho tiempo y ahora te lo cuento a vos. No sé muy bien por qué. Tenés cara de bueno aunque te pellizcaría los brazos.
El viejo la miró aterrado y un principio de lágrimas le brotó en la cara. La niña continuó, impasible.
-Se largó a llover mirá. Ja ja como corren aquellos. Le erraron de calle. Si supieran que en esta plaza no llueve. Tu nombre no me gusta.
Ahora el anciano temblaba y supo que la oscuridad es tan densa como sutil. Había en el aire un rumor de calesitas que reían junto a la hostilidad del viento húmedo. Quiso llevarse las manos a los tobillos como para corroborar la materialidad de estar ahí. Muy lentamente una música de árboles se expandió por la fresca brisa de la tormenta pasajera. Quizás los oídos del hombre tomaron otro tinte. Un color verdoso fue mezclándose en las comisuras de las aparentemente maltratadas orejas. Pero no todo era ternura en aquel sitio porque la niña siguió sin compasión.
-No me gusta porque es tan vejestorio como tu cara. Cambiatelo. Total, por un ratito, dale. Así nos divertimos.
-Mi mi mi nombre es importante- revivió el maltratado.
-Sí sí y yo soy la reina de Sumatra. Salió el sol ahora. Espero que no salga un arco-iris. Son patéticos. Parecen esos libros para colorear que les regalan a los chicos. Más aburridos que charlar con vos. Con eso te digo todo.
-¿Qui qui quién sos?- alcanzó a rebatir el torturado.
-En Buenos Aires no hay sapos ¿viste? Ayer estuve con tu hermana. Igual que vos de insoportable.
Ya era demasiado para el pobre viejo. Se incorporó como pudo y gritó que eso no, que con la querida hermana no. Ahora algunos transeúntes lo miraron algo asombrados. A pesar de la frecuencia de ver a un viejo gritar solo en cualquier calle, le dirigieron algún nimio gesto de sorpresa. La música proveniente de los árboles se hizo más clara y vibrátil. Al anciano no le brotaron flores de las orejas pero ya no había costra ni colores extraños. Sintió una lejana suavidad que volvía desde el futuro hasta las extremidades de los brazos que ya no pesaban como hasta entonces. Caminó lentamente de vuelta hasta la soledad de la habitación. Rejuvenecido, sonriente, liviano, cantando al unísono la melodía ancestral de los árboles de aquella plaza.



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