martes, 7 de junio de 2011

Esteros

En el más oscuro de los valles, hay una solemne cucaracha de levita y sombrero de copa. En la lúgubre expresión de un semblante ya sin gestos risueños ni mínimas explosiones de cólera, alcanza a balbucir acaso de rodillas:
-Muero porque no muero.
Lejano y por debajo, está el sol, radiante como un desquite, seguramente ahuyentado hacia la ausencia. Y es entonces que desde la más frondosa negrura, surge ese terrible y descomunal pisotón en la cocina.
La niña verterá la inconsolable lástima y será todo asombro ante la vertiginosa furia de la madre.
-Son sucias- dirá después como epitafio general y queriendo contener un principio de puchero pueril.
Una vez pasada la conmoción, la niña deduce que un pisotón es más poderoso que la bomba atómica.
Leve es ahora la inquietud de la frágil agonía. Inherente a la oscuridad es todo lo solemne, por eso el sol sabe alejarse. Brilla por su ausencia la luna en todo valle que ya es páramo. Ayer supo la cucaracha las vibraciones del suelo y todo lo que cruje en las alas transparentes de otros vuelos. Sin embargo hay una idéntica y misma desesperación en sus últimas palabras y en el vertiginoso movimiento de las patas, que precede al abrupto colapso del aplastamiento. Una pequeña y viscosa mancha blanca va buscando la expansión y los intersticios acaso más recónditos del suelo en la cocina.



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