Puerta de servicio
Cultivo una hipérbole. Soy el nieto no reconocido de Macedonio Fernández. Todavía no sé que forma tiene. De vez en cuando me preocupan las aristas que le crecen de golpe. Hasta que me doy cuenta de su vana pretensión de ser añejada. Entonces todo ese anacronismo me deja impasible. Es que no percibo la lentitud con que evoluciona. Otros saben degustarla, mientras que yo, apenas si consigo asombrarme. Debe ser que una vez me tomé un vino patero y vi de cerca a la huesuda. Tanto y tan fuerte fue su influjo que aún hoy, después de muchos años, me dura lo acobardado. Un regusto a perpetuo vino triste me dejó el exquisito néctar. Y además esta forma de hilvanar las frases, tan-que-no-te-entiendo-nada. ¿Será necesario añadir que tampoco quiero un vino de cartón? Volviendo a mí hipérbole, quizás la magnitud de su fisonomía, consigue este efecto increíble: no puedo verla. Es como si me pusieran un elefante en las narices y yo dijera ¿de qué elefante me hablás? Así es como ocurre todo en mi vida. ¿Cómo la cultivo? Sencillo. La alimento con fuegos artificiales. Le doy gato por liebre y ella crece y crece. A veces es peor, no le doy nada pero ella responde según su naturaleza. No puede reaccionar de otra manera y entonces se agiganta todavía más. La estimula todo lo que sea afín a su sino, a su esencia, a su como se llame. Y me deja así. Hecho un ovillo de lana mojada.
Ahora debería describir en qué consiste ese gato por liebre pero ya ven, no logro tampoco, eludir el preámbulo necesariamente secreto, no visto, no mostrado. El iceberg es precisamente la hipérbole en cuestión. Así que mejor me retiro, silbando bajito y sin rencor. Hipérbole que me hiciste mal y sin embargo te quiero. Fiel a mi sangre, dejo la puerta entreabierta y algún día también, la pereza a un costado.
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