miércoles, 6 de septiembre de 2023

Puro cuento

   Saliste de la iglesia con una luminosidad mayor a la circundante. Tu cara era una decisión clara. Tu sonrisa me abrazó sin interrupciones. La fe es un cotidiano salto al vacío. Tu mano fue a colgarse en la verticalidad de un complacido hombro. Hay un brillo redentor en tus ojos, rejuveneciendo los recuerdos. Rodearte la cintura con el brazo es una de las formas de la gloria. Bajamos así los anchos escalones, mientras la celeste tarde va agrietándose en naranjas tenues, en busca ya de un atardecer plateado. Me señalás la esquina con un gesto leve. Me dejo guiar. Me desconciertan los paracaidistas llegando al centro de la plaza. La multitud se abre, formando un círculo ávido de espera. Nosotros cruzamos la calle y el abrazo persistente nos protege y nos da una vibración de vuelo. Caminamos sin apuro. No hay palabras en forma de sonidos. Nuestro diálogo es corporal y contiene una espiritualidad que acaso excede las explicaciones verbales. Pasan otras cosas y autos y camionetas y gente alrededor. Nada puede inmutar nuestra alegría. La vida es nueva. El mundo es nuevo. El presente es absoluto y brilla sin necesidad de exclamaciones.


   Se trata de poder contar el cuento. De seguir contando el cuento. Siempre y cuando haya algo que contar. Siempre hay algo para contar. Es una sensación ilusoria de eternidad. Un infinito más descriptible que el propio ser. Sólo tres cosas importan en la vida: el amor, la amistad y la fraternidad. Todo lo demás es una mera anécdota.

   El invierno arrecia y el frío no nos arredra porque abrazados caminamos, sin pavor, sin lastre, sin tristezas ni decepciones. Vamos bajo un halo acaso indescriptible. Perfecto movimiento de dos cuerpos sin heridas. La cuadra de la plaza termina, como terminan los paraísos de la infancia. Volvemos a cruzar y de algún modo hay premoniciones. Son pasajeras, porque nuestro rumbo es cálido y volátil. No hay nada enmarañado en la breve y profunda caminata, que parece durar más que el tiempo y sus desgloses. Sin complicaciones, sin pensamientos concretos, sobrevuela una ráfaga de liviandad sin ningún elemento frívolo, sin resquemores, sin cinismos, sin el rencor ni la incompetencia, sin experiencias malogradas. Es un estado de gracia, posterior a toda apariencia, a todo marco referencial, a toda liturgia común. Anterior a las desilusiones, a los desengaños. Irrecuperable en la praxis, maquillada o no, filtrada o no. Un sentimiento, se diría, sin las pequeñas muertes de los crecimientos ni las moralinas de lo social. Avanzamos así, por las tres o cuatro cuadras que conducen hasta la casa de tus padres, hasta tu casa. No estamos perfumados ni vestidos de etiqueta y sin embargo, es inolvidable el olor de tu persona. A riesgo de ser cursi, recuerdo en tu sonrisa, un aroma de jazmines. No hay nada rancio en la percepción que emana incluso de tu campera. No puede durar esta dicha perfecta, esta falta total de hostilidad, de violencia, de odios, de temores, de prejuicios, de innecesarias y mediocres tensiones, de rutinas enterradas, inexistentes, prontas a reaparecer, ignoradas en el abrazo más puro, en la felicidad sin fisuras que recuperaré algunas otras veces en el futuro, en otras mujeres y en otros momentos de sombras lavadas, de lustre luminoso y acaso posterior o anterior, a cualquier forma de penetración o de cuerpos reales entrando y saliendo de esa fugacidad incandescente, por darle algún adjetivo que emitido o nombrado, pierde su esencia. Este platónico y breve andar de a dos, es literalmente así. No hay una posesión, no hay un tuyo o mío que desvirtúe el nosotros más allá de nosotros. Inclusive lo literal se vacía de sentido, como si camináramos sobre una nube, como si alguna deidad incognoscible nos dispensara por un tiempo de nuestra condición de marionetas, de seres comunes, llevados y traídos por un mismo viento y un idéntico sol de imperfecciones.


   Salimos de un ritual con ornamentos tradicionales. Asistíamos a una ceremonia que no entendíamos del todo, que no reflexionábamos a fondo y quizás por eso mismo, nos entregábamos sin medias tintas. Viniste hacia mi como quien abre una ventana cerrada durante mucho tiempo, como quien ventila toda hipocresía sin juzgar sus normativas frecuentes ni creerse dueño de la verdad. Tu levedad fue una fortaleza y tu abrazo una restitución de sueños sin parábolas contadas. Nos movemos en ese trayecto de cinco cuadras, sin segundas intenciones, sin palabras con doble sentido, sin ninguna pre-figuración de futuro. Ausente todo cálculo y toda promesa, no es más que eso: llegar a destino y saludarnos y verte entrar por la puerta y dar media vuelta y volver henchido de una felicidad sin mácula, de un sentimiento tan puro que no puede ser atravesado por pensamiento alguno. Un lapso ínfimo y eterno que el paso de los años traerá como una esperanza en cada encrucijada oscura de los caminos. Cada vez que la vida me haga sentir radicalmente derrotado, abatido, exhausto hasta querer morir. En todo invierno con el alma transida, con el cuerpo derrengado y con la fe, vuelta un amasijo de ciego desafío, de profunda y contundente desesperación. Ahí en esa quietud de completa tiniebla, aparecerás siempre de un modo u otro, para recordarme la inexistencia de la palabra imposible, para no permitirme estar rendido y tirado, aún en la completa soledad y en la más nociva percepción de desamparo, estará tu aura, tu aliento pre-adolescente, diciéndome que mientras alguien salga al encuentro de la frescura y vaya en pos de vuelos sin densidades, como paracaidistas que también ascendieran y muchedumbres que asimilaran la paz, yo siempre seguiré viviendo.     



     

0 comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio